Construyendo Amistades

Publicado el 03 de Mayo de 2015 en Revista 360 Domingo, de Vanguardia

          ¿Se pueden construir amistades sobre la crítica de la obra y legado de otros? Pues de alguna forma fue algo que me sucedió en días pasados. Me gustaría decir que invité a un colega a cenar, pero la verdad es que tengo la suerte de compartir página editorial en esta publicación con el Poeta y escritor Jesús R. Cedillo, lo que quizás nos hace compañeros de plana dominical, pero disto mucho de considerarme colega de un reconocido bardo y periodista profesional en distintos medios. 

         Llegando a dónde cenaríamos, aires de renovación nos invadieron cuando veíamos que cientos de niños salían alegres y con juguetes y dulces del edificio luego de haber sido festejados por su día; llevaban dentro de su ser el abstracto de la felicidad, representado en sus manos con lo material de sus regalos. Tenía la impresión de que Cedillo era una especie de Ebenezer Scrooge pero rápidamente cayeron mis prejuicios al escuchar lo maravillado que estaba de ver tanta alegría en tantos niños.

      Aún no llegaba la primera cerveza cuando se unió a nuestro grupo Luis H. C., de quien también me gustaría considerarme similar pero cuyo altruismo y entrega a causas y organismos nobles nos hace parecer inhumanos a los demás. Y ya sabes, el inicio de una plática entre gente de distintos perfiles nunca es sencillo, así que metafóricamente hablando, rápidamente nos encontramos con un árbol frondoso, grande y saludable para tumbarlo y hacer leña de ello una vez caído. Villamelón de todos los temas y experto en venderme bien, pude salpicar la charla con algunas ocurrencias.

       De ahí, fue fácil seguir la plática por disímbolos derroteros que fueron de la anécdota de ir en motocicleta a 250 kilómetros por hora en la carretera Saltillo-Zacatecas con un Federal cada vez más rezagado, a la poética muerte del lagunero Valente Arellano que a los pocos días de haber recibido la alternativa moría en los cuernos como siempre fue su deseo, decía él que serían los cuernos de un toro o de una motocicleta, y fueron en estos últimos dónde murió. Hablamos del Padre Usabiaga, impulsor del Instituto Seglar de Estudios Religiosos y cuyo libro aterriza los porqués de los dóndes, de los cuándos y de los cómos de la religión católica que tanta picazón provocan entre la comunidad intelectual no creyente; y concluimos que en bastantes ocasiones, el agnóstico y el ateo caen en lo mismo que critican porque al elegir lo que son, lo hacen por seguir una corriente de apariencias e ignorancia, más que por un razonamiento propio.

     Hablamos de los partidos de fútbol de Tigres, Rayados y Santos; y de nuestros Saraperos en el parque Madero; también de los conciertos a los que fuimos y resultó que hace un cuarto de siglo, sin arrugas y sin canas, y una gran expectativa, los tres asistimos al estadio del Tecnológico de Monterrey a rendirle tributo a Bon Jovi.

    Ya para cenar pasamos de la cerveza al vino tinto. La segunda botella la abrimos aún con esa mirada de complicidad que ponemos cuando todavía pesa más el manual de Carreño que el manual de la felicidad; para la tercer botella de 3V, todas la barreras de comunicación estaban por el suelo. Es a la par de las copas que uno pasa del educado y político “discúlpenme un momento” al honesto y directo “voy al baño”, para caer al irreverente y campechano “voy a mear”. 

       Y así fue como de aquel inicio de plática dónde criticamos la pequeñez de Frida Kahlo en cuanto al tamaño de sus cuadros, la cantidad de sus obras, pero sobre todo la calidad artística de las mismas, brincamos a cuestiones de mercadotecnia que nos dicen como se le da valor comercial a lo que se quiere impulsar, en este caso desde una plataforma llamada Diego Rivera. Entre lo comentado párrafos arriba, también pasamos a comparar las letras de José Alfredo Jimenez con una filosofía de la vida entendida igual por diferentes artistas en distintas culturas; comparamos el carisma de Pedro Infante con el arrastre de algún ex gobernador y fue imposible dejar de lado la analogía de como la temeridad truncó ambas carreras. Todavía hubo tiempo, estómago y ganas para tomar un digestivo, y ahí accedió el poeta a abrir una cuenta en alguna red social; aún estoy esperando la invitación.

     Finalmente, cuando la hora oficial dictaba que era tiempo de retirarnos, abandonábamos el edificio ya desértico de la gente de ese día pero pletórico de vivencias de muchas personas y años. Y me pareció que al igual que unas horas antes, seguían saliendo niños de ahí; y es que llevaba conmigo además del abstracto de buenas y divertidas historias, de sabios puntos de vista e interesantes creencias, lo material de una cosa que representa las vivencias de un pasado y que promete un futuro: Un corcho con una fecha y tres firmas.

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Cultura Light

Publicado el 26 de Abril de 2015 en Revista 360 Dominical de Vanguardia

     Hace años escuche por primera vez el término “Padres light”. Alguien lo utilizó para etiquetar a todos aquellos jefes de familia que estamos desperdiciando la oportunidad de forjar auténticas familias al equivocar prioridades en la formación de los hijos. Creemos que darle valor a la familia es salir todos en bola a dónde haya mucha gente, pasando las horas cada quién con el grupo de personas afines a su edad o género, restando solo el tiempo de traslado entre lugares como oportunidad para realmente convivir en familia. Nos equivocamos también al escudarnos en aquello de que es mejor calidad a cantidad; claro que la calidad es importante, pero por poner un ejemplo casi podríamos asegurar que si la cantidad no es suficiente, tu pareja buscará a alguien más. Igual los hijos.

       El concepto light, en mi opinión, se extiende hasta cada rincón en lo referente a las relaciones humanas. Las relaciones cada vez pierden más el significado de humanistas para convertirse en relaciones convenientes. Así, es común ver en el ámbito político a personas con los más bajos niveles de moralidad o sin capacidad profesional, ejerciendo responsabilidades y tomando decisiones que afectan a cientos de miles de individuos, esto producto de alguna relación de interés al representar estas personas un malentendido activo político. En los deportes, cuando era niño tenía una fuerte predilección por algún equipo en cada disciplina ya que cada plantel tenía una mística que era compuesta por una mezcla de las capacidades y personalidades de sus integrantes. Hoy en día, el mundo del deporte ha cedido al poderoso caballero y es prácticamente imposible ver a un representativo que pueda mantener una plantilla de jugadores y cuerpo técnico estable a través de los años. Así, las franquicias cambian de sede, nombre y uniforme a la primera oferta económica, derivando esto en escuadras carentes de identidad, sin tradición.

    Todavía peor, en la formación académica, es común escuchar razones como el roce social siendo factor de decisión al elegir escuela para los hijos, extendiéndose esto hasta las relaciones afectivas de cada miembro de la familia. En el trabajo, la cultura light se ha metido en las relaciones laborales, comerciales y legales llegando a despersonalizar en su totalidad el trato entre seres semejantes; por supuesto que la tecnología ha puesto su grano de arena en esta corriente, ya que poniendo al alcance de todos la rapidez en las comunicaciones, al final aparece culpable por el pobre entendimiento entre interlocutores cuando no es lo mismo manifestarse que entenderse. Solo de pasada, la cultura light llegó hasta el Vaticano cuando se eligió un Papa de transición.

      Pero es lógico y entendible debido al ritmo de vida que llevamos, todos necesitamos descansar un poco en la cultura light. Y es que los tiempos actuales nos demandan interactuar más y con un mayor número de personas, es difícil poder llevar con todos las relaciones humanas que quisiéramos, por eso caemos en las frías y convenientes relaciones que después se van haciendo hábito hasta que el concepto light termina por regir nuestras vidas. Es por eso que recordamos rostros pero olvidamos nombres; por eso cuando nos invitan a un bautizo o una boda vamos a la fiesta pero nunca a la misa; recordamos cuando es el cumpleaños del jefe pero olvidamos el de nuestro hermano, por eso sabemos los derechos y obligaciones de nuestros trabajadores pero ignoramos cuáles son sus sueños y no conocemos a sus familiares. Luego queremos conocer a nuestros hijos sin conocer a sus amigos, sin conocer el entorno en el que viven. Nos convertimos en el más resplandeciente candil de la sociedad, al tiempo que somos la más parca oscuridad de nuestra propia vida.

      Debemos reconocer que las relaciones humanas, sobre todo las que tienen que ver con nuestro cercano círculo familiar y de amistades, tienen la prioridad de no devaluarlas con esa cultura light de apariencias. En ese pequeño grupo, no debe haber espacio para lo que hemos dado por llamar políticamente correcto; en las relaciones humanas que valen la pena, aquellas que deseamos conservar o queremos perfeccionar, lo correcto, es correcto a secas, sin adjetivos. En relaciones humanas, sería deseable desechar la cultura light para emprender una cultura “strong”, dándole fuerza a lo importante.


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La petición final de un hombre serio

  Publicado en Domingo 360 La Revista, de Vanguardia, el 19 de Abril de 2015

 Cada persona que pasaba junto al féretro no podía creer lo que sus ojos veían: Aquel respetado hombre había sido enfundado en la camiseta de su equipo favorito de fútbol para las honras fúnebr
es. Para un puñado de amigos no era secreto la gran pasión que en vida tuvo por esos colores, pero para la mayor parte de la gente resultaba chocante la imagen actual de un individúo que de lunes a sábado era reconocido por sus aportes a la sociedad desde diversos ámbitos así como un hombre de familia responsable y dedicado a los suyos.

     Si un perfil era asociado con aquel cadáver era el del hombre de oficina, con traje oscuro, serio y comprometido con los demás. No era el anónimo hincha que los domingos se transformaba a quien la gente había conocido, le restaba estatura a su memoria aquella prenda tapizada de anunciantes y colores chillantes, atuendo que incluso algunos conocedores pudieron identificar como de una calidad inferior a la que las marcas oficiales ofrecían, era lo que se conoce como un producto alternativo o similar, aunque sin llegar a ser pirata.

    Pero eso pasaba a segundo término cuando veían a los deudos. Sus hermanos, la viuda y sus hijos varones no podían ocultar el dolor; era evidente que el tipo dentro del ataúd había dejado en ellos ese hueco que jamás puede ser reparado. Sólo la menor de sus hijas tenía en su cara algo parecido a una sonrisa. No, no era una sonrisa, pero era un reflejo del rostro que claramente denotaba orgullo, satisfacción, o la tranquilidad de saber que se hizo algo correctamente.

    Pobrecita,- susurraban algunos- no entiende que su padre ya no estará para ella y que jamás podrá hablar con él. Y él, ¿En que estaría pensando al pedir semejante capricho para su adiós?- se preguntaban otros-, seguro que ni pensó en la última imagen que sus hijos tendrán de él. ¿Vale la pena entregarse así a un equipo o afición? ¿Habría en el sepelio algún directivo, entrenador o jugador de aquel equipo?. Todos sabían que la misma respuesta aplicaba para ambas preguntas: No.

     Tampoco correspondió la homilía que más tarde ofreció el párroco en misa. Nada de lo que el sacerdote decía parecía acomodarse a la vista de un simple mortal dominado por sus pasiones cuya última voluntad fue ser enterrado con aquella suerte de disfraz. Las miradas iban del difunto a la familia, de la folklórica camisa de fútbol a la negrura de los ropajes en los demás. A las palabras de agradecimiento de un miembro de la familia, siguieron las lágrimas de aquellos pocos que las habían podido guardar pero que algo les decía era la última oportunidad de soltarlas a tiempo. Casi todos lloraban, a excepción de la menor de las hijas; seguía en esa especie de trance que le daba un aura de paz.

     Ya en el panteón, los sepultureros invitaron a la concurrencia a dar una última mirada antes de cerrar para siempre aquel ataúd de aquella página de aquella vida. Aún en ese momento, para casi todos seguía pareciendo absurda la petición final de un hombre serio. Pero ahí estaba esa joven, la menor de sus hijas, pensando en aquella Navidad de años atrás cuando aún era una niña e insistió a su madre que la llevase de compras. Recordó entonces como estiró lo más que pudo sus ahorros para completar el obsequio perfecto para su papa: Un yérsey de su equipo favorito. Recordó también la feliz mirada de su padre al desgarrar la envoltura de aquel regalo y las palabras que ese hombre había dicho en aquella ocasión: No tengo certezas ni los porqués de la vida, pero para el día de mi muerte si tengo una certeza y un porqué. Sé que ropa voy a utilizar para mi funeral, y lo haré porque simboliza el mejor regalo que cualquier persona pueda recibir.

   Y cuando cayó la primer palada de tierra sobre el ataúd, otro involuntario reflejo hizo que apareciera una sonrisa en el rostro de aquella muchacha. Jamás imaginó que el regalo para su padre le fuera devuelto de aquella forma que se sentía tan reconfortante dentro de sí. Y mientras ella recordaba felizmente cómo había sido su relación con su padre, los demás continuaban preguntándose los porqués de un burdo ropaje.


1,2,3...

       Publicado el 29 de Marzo de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia

   Por César Elizondo Valdez

Fue en una noche fría y oscura. Me encontraba arrodillado, agachado, inmóvil; desesperado por encontrar un silencio absoluto que se antojaba imposible. Pensé que los latidos de mi corazón serían los delatores, me parecieron como grandes campanadas en medio de la silenciosa noche, o cómo el fuerte y ruidoso sonar de los tambores de guerra en el campo de batalla. Sabía que si levantaba la cabeza o hacía cualquier movimiento sería descubierto con las consecuencias que eso acarrearía. Agazapado, temeroso y con el sentido de la vista anulado por la oscuridad y el propio escondite, solo lo escuchado me dio una idea de que hacer a continuación.

Luego de unos minutos de relativo silencio, y después del alivio al oír alejarse y desaparecer el sonido de las pisadas de quienes me buscaban, tuve el arrojo de levantar un poco la cabeza y enderezar el cuerpo. Por arriba de mi escondite miré y luego que mis ojos se habituaron a la oscuridad comprobé que no había nadie cerca. Supe que era mi oportunidad y no perdí más tiempo en ponerme a salvo. Salí corriendo a toda velocidad, tanta que resbalé y caí de bruces porque mis zapatos no alcanzaron a tener tracción sobre la tierra; me levanté como pude y continúe mi correr hacia la salvación. Pero, como habría de suceder para ser digno de ser contado, me descubrieron y aquello se convirtió en una frenética carrera. Te podría describir de forma hollywoodesca, en cámara lenta y con lujo de detalles como fue que llegué primero a mi destino para ponerme a salvo antes de que ellos me atraparan, pero ese no es el tema.

Así fue que llegué a toda velocidad hasta lo que era la base, y grité a todo pulmón para que los demás miembros de mi equipo escuchasen: ¡Un-dos-tres-por mí y por todos mis amigos!

Ya sabes: era la señal de que todos podían salir de sus escondites, estaban a salvo. Democrático juego de niños al alcance de todos los mexicanos que quizás en la juventud tuvo sus variaciones un poco más subidas de tono, de acuerdo a la edad.

Así pasé las vacaciones de Semana Santa durante la infancia y lo mismo era jugar en el rancho de los Gonzalitos entre media centena de primos y agregados o hacerlo en la céntrica privada aledaña a la Alameda, en el Club de Leones o en la escuela, en las fiestas de cumpleaños o en las posadas, después de los partidos de fútbol o mientras los mayores atendían misa.

Y aunque prefería andar tras el balón, jugué bastante a las escondidas con mis hermanos, primos, amigos del barrio, compañeros de escuela, hijos de los colegas de mis padres y aun con perfectos desconocidos. Pero a la hora de tocar la base, el grito nos unía a todos en una sola definición que muchos han dicho, es lo que escogemos en la vida más que lo que nos ha sido propuesto: amigos. Una y otra vez se formaban nuevos equipos y terminabas por salvar o ser salvado por nuevos o renovados amigos; metáfora de la edad adulta.

Pero recientemente me topé con una especie de déja vu. Igual a cuando me escondía en mi niñez, de rodillas y en silencio, en la oscuridad de una noche sin luna, me encontré sin saber que decir, ni como actuar. La ignorancia, que siempre aparece ataviada de torpeza, no me dictaba la forma de orar, de pedir, de confesar. Prestarle demasiada atención a quienes su basto raciocinio, intelecto y soberbia no les alcanza para admitir lo incomprensible, era un fantasma durante mi madurez. Pasaron muchos minutos y más que rezar parecería que simplemente descansaba, lo que también era verdad.

Luego y sin saber porqué, repentinamente algo hizo que me levantara. Aun compartiendo el concepto que tienen algunas religiones distintas a la que profeso en cuanto a la adoración de imágenes, figuras u objetos como una práctica sin sentido, me fui acercando al altar.

Subí los pequeños escalones para luego rodear el altar y llegar hasta la pared posterior del templo. Y llegué ante Jesús crucificado. Acerqué mi mano hacia aquella figura de yeso, toqué los pies de Cristo clavados sobre la cruz, y al hacerlo, sin lugar a dudas brotó de mí la más sincera y pura oración que hice en toda mi vida. En voz muy baja, casi imperceptible, sólo atiné a decirle esto al patrón: uno-dos-tres-por mí y por todos mis amigos, para que seamos salvados. Amén.




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El Consumista

    Publicado el 22 de Marzo de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia.

  Paralela a la famosísima Ocean Drive en Miami Beach se encuentra Collins Avenue, vía que alberga a las tiendas con las marcas más prestigiadas de ropa, calzado y accesorios. Fue ahí donde reconocí por primera vez a aquel pobre y manipulado tipo de hombre. Lo descubrí mientras él pensaba que nadie lo observaba mirándose al espejo y reflejándose a través de los cristales de los aparadores. Vi cómo se colgaba una y otra prenda buscando entre todas ellas un satisfactor o aprobación que por alguna extraña razón le faltaría a su existencia. Se veía a todas luces como un turista: Lentes oscuros, bermudas debajo de las rodillas, una guayabera pasada de moda y una vieja cámara fotográfica colgando del cuello. Se notaba entusiasmado, observaba boquiabierto todo lo que aquellas firmas de diseñadores tenían para ofrecerle; a pesar de aparentar cierta madurez en su físico, la mirada de sus ojos verdes al quitarse las gafas era igual a la de un niño ante el árbol navideño repleto de regalos.

     Durante esos años tuve la oportunidad de visitar diversas ciudades del extranjero y de nuestro país. Las agendas de trabajo siempre dejaron espacio para conocer las zonas comerciales, los viajes de placer todavía más se prestan para lo mismo y durante las vacaciones familiares es prácticamente obligado repetir el ritual. Sin importar el lugar a dónde pude ir, indistintamente volvía a ver a aquel tipo de hombre transformado en un ser al que tradicionalmente asociamos a la mujer: El consumista.

     Lo mismo lo vi en la 5ta Avenida de Nueva York que en Plaza Andares de Guadalajara; en la costa oeste norteamericana en Rodeo Drive de Beverly Hills y Market Street de San Francisco o en el centro de nuestro país en Polanco por avenida Masarik y en Santa Fe. A orillas del lago Michigan en la Magnificient Mile de Chicago o en el Caribe mexicano por la avenida Kukulkan de Cancún; en los escaparates de los hoteles en Las Vegas así como por la calzada del Valle de San Pedro en el estado de Nuevo León. Con mínimas diferencias, aquel tipo de hombre era el mismo en el Mall de Gallería de Dallas que a quien también frecuentemente me he topado en Galerías Saltillo, Plaza Sendero y La Nogalera. Y más aún, los dependientes de las tiendas parecían el mismo en cada local del mundo, la mercancía en todas partes era igual y los pendones con las fotografías de los modelos que adornan las paredes eran simples copias repartidas en cada sucursal dispersa a lo largo y ancho del planeta.

      Y cada vez que veía a aquel pobre tipo, no dejaba de importunarme un sentimiento de culpa por conocer desde las mismas entrañas la forma en que se manipulan los mercados para el consumo comercial. Mis años en la universidad estudiando mercadotecnia y más de dos décadas dedicándome al comercio habían formado en mí una idea muy clara de cómo es que las grandes corporaciones manejan la psicología humana para llevar al consumidor a dónde ellos quieren en vez de ir ellos a dónde el consumidor disponga. Diversa bibliografía sobre casos empresariales (la más recomendable sobre el tema: Deluxe, de Dana Thomas y editorial Tendencias) no había más que acentuado mi convicción de la triste forma en que al consumidor se hace sentir especial cuando adquiere una prenda que se produce por cientos de miles para un tanto igual de personas que, atrapados dentro de una paradoja, buscan ser originales al sentirse dueños de un artículo que perciben como especial, único y particular.

    Y así llegue durante mi última salida al hotel dónde me hospedaba. Preocupado, desanimado y decepcionado de la forma en que el consumo de aquel pobre tipo de hombre que tantas veces había visto era dirigido a su antojo por individuos que sí conocían del lujo de la exclusividad, por personajes que jamás usarían los artículos que sus tiendas ofrecían, por empresarios que vivían en una escala económica muy superior a lo que el consumidor promedio apenas pueda imaginar.


     E Ingresé al cuarto de baño. Harto de atestiguar tanto consumismo abrí el grifo del agua y la dejé correr hasta que salió bien fría, entonces fue que me lave la cara. Y cuando levante la vista… ahí estaba otra vez: Reflejado en el espejo del lavabo reconocí a aquel pobre y manipulado tipo de ojos verdes que tantas y tantas veces había visto reflejarse en los espejos de las tiendas y en los cristales de los aparadores. 

Herencia

Publicado el 15 de Marzo de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia

  Primero se vaciaron las botellas de buen vino. Luego las lociones se terminaron, y finalmente aquellos zapatos que me quedaban grandes se fueron desgastando hasta que los deseché. Jamás supe dónde quedaron los discos de vinilo y acetato; y, por no ser mi padre cinéfilo, nunca hubo películas que heredar.

   Otras formas de herencia poco tienen que ver con identificarse entre personas y son más bien bienes prácticos y enajenables. Y así es que a varios años de la muerte de mi padre, las únicas cosas tangibles que conservo para acercarme a él son los libros de su biblioteca. De cuando en cuando, al regresar a lecturas pasadas de moda pero con temáticas vigentes (vaya paradoja, lo vigente no pasa de moda) como el célebre libro del Doctor Viktor Frankl, me encuentro con pasajes subrayados, notas a pie de página y símbolos a lápiz que me indican pensamientos, conceptos, ideas o creencias que me revelan más de la persona ausente que los mismos testimonios de quienes lo conocieron.

    E irremediablemente paso a la reflexión de los tiempos modernos y como esto afectará la relación entre padres e hijos cuándo los primeros hayamos partido. Y es que vivimos una era en la que las pequeñísimas y desapercibidas costumbres de consumo que vamos adquiriendo devalúan esa valiosa herencia que antes recibíamos: Objetos depreciados y sin valor económico que nos develaban mucho de los individuos a quienes habían pertenecido.

    Empezando con los libros, pasando por las películas, para llegar finalmente a los discos, era una buena forma de intentar trasmitir algo a través de cosas materiales olvidadas en un estante para ser valoradas por las próximas generaciones cuando fuese el tiempo correcto y en caso de gravedad, una especie de manzana emocional cayera del árbol de la vida. Ya sea que hablemos de Cien Años de Soledad, de Citizen Kane o Las Cuatro Estaciones de Vivaldi, son obras para digerirse en un momento dado de la vida que para cada individúo es diferente, no necesariamente cuando lo impongan los programas estudiantiles o los intelectuales lo indiquen.

    Y he aquí que los hijos de mi generación recibirán por herencia un nombre de usuario y una contraseña. Y bueno, no es que esto sea malo, es solo que refleja perfectamente la despersonalizada manera de vivir que demandan los hábitos de consumo actuales. Amazon, Apple Store, Netflix y un sin número de empresas acercan a un click de distancia lo mejor de la literatura, la música y el séptimo arte, pero también parecería que alejan a años de luz de nosotros el poder transferir a las próximas generaciones la esencia de nuestros pensamientos, gustos, filosofías, creencias, miedos y demás características y rasgos de personalidad que a menudo ni siquiera quienes conviven con nosotros conocen.

   Y aunque quienes producen, distribuyen y venden esa clase de archivos digitales llevan puntual registro de nuestros consumos y han desarrollado intrincados algoritmos para conocer mejor nuestros hábitos y perfiles, evidentemente sus esfuerzos tienen como fin una cuestión comercial dejando de lado cualquier matiz fraternal. Pero… Me niego a ser pesimista.

    Quiero creer más bien que la herencia en forma de archivos digitales donde también se incluyen las fotografías, serán mejores referentes de lo que fuimos en nuestro paso por el mundo que las 

cosas materiales que en el pasado legaban; y es 

que, al no existir un objeto físico de adoración o nostalgia como lo son el libro o el disco en su entidad, nuestros deudos habrán de buscar hasta 

encontrar en los contenidos artísticos, sociales, intelectuales, ideológicos o doctrinales de esos mismos archivos digitales las particularidades de nuestra personalidad que no siempre pudieron
conocer o descifrar. Si creemos de verdad que 

metabólicamente somos lo que comemos, entonces habremos de admitir que emocionalmente nos nutrimos de lo que leemos, de lo que escuchamos y de lo que vemos, por lo que entonces para conocer y mantener presente a una persona ausente, habremos de valorar cuáles fueron sus pensamientos, no cuales fueron sus pertenencias.



Desde el ruedo

Publicado el 01 de Marzo de 2015 en La Revista 360, de Vanguardia

   ¿Pues en que X$%@#X&*#% pensaba cuando decidí formar una planilla y ponerme a pedir votos? “Ver los toros desde la barrera” era una frase que jamás ajustaría en mí por una razón distinta a la que podrías pensar: Quienes están tras la barrera en una plaza de toros son los amigos, familiares, colegas, incondicionales, socios y demás cercanos al torero, quienes también están expuestos, gozando y sufriendo a la par del lidiador; hemos visto como en muchas ocasiones el toro brinca el burladero y embiste en contra de ellos. Pero continuando con el símil, generalmente he visto los toros desde muy atrás de la barrera, los he visto desde la lejana comodidad del tendido o en las tribunas, incluso muchas veces en sombra; allá donde no llega el olor a sangre, sudor y tierra; allá donde no se escucha el jadear de bestia y hombre, allá donde todo se aprecia muy amplio, pero se pierden detalles. Allá donde no distingues los ojos de las miradas.

       Participar cívicamente en todo lo que me rodea ha sido percibido por mí como una obligación para poner ese grano de arena que termina por ser parte de un todo, y siempre procuré mi participación en esa forma, pero nunca me había involucrado activamente como candidato a nada. Y aquí tienes que hace unas semanas observé algo en el inminente proceso de elección en el club deportivo al que pertenezco, algo que activó en mí una pequeña alerta ámbar, algo que desde mi formación como empresario me queda muy claro: La competencia es el motor primario para mejorar las cosas.

      Saber que el proceso iría con una sola propuesta me hizo pensar que algunos tendrían que poner algo más de su parte en aras de una sana competencia que por definición resultaría en beneficio para todos. Y aquí me tienes, inscrito para aparecer en una boleta. Por supuesto, ya sabes que para no aburrirte con detalles de cuestiones que atañen a unos cuantos, prefiero hablar de conceptos y de ideas más que de personas o de cosas. Por lo anterior, en el contexto de unas pequeñas elecciones en las que participo y apreciando conceptos que trascienden a lo que es pasajero, te comparto algo que me sucedió en torno a este ruedo y me ha dejado buena enseñanza:

      En días pasados, durante un encuentro convocado por una organización privada tuve la fortuna de conocer a Rosario Marín, una mujer de origen mexicano que habiendo llegado a los Estados Unidos sin saber una palabra de inglés a los catorce años y siendo hija de un jornalero inmigrante, superó diversas adversidades como ser víctima de violación, pasando por la pobreza, el racismo y misoginia, siempre escalando posiciones por mérito propio y que llegó a ocupar la titularidad de la cartera del departamento del tesoro en el país más poderoso del mundo.

       Luego de una interesante charla y al más puro estilo de político en campaña, tuve la osadía de pedirle a la señora Marín que nos tomáramos un video con un teléfono celular y me hiciera el favor de recomendar mi candidatura para publicarlo en mis redes sociales, a lo que ella contestó:

   -Por respeto a las formas, me es imposible hacer un pronunciamiento para un proceso del cual no formo parte y sobre el que no tengo derecho alguno; no puedo hablar de tu candidatura, aunque me agrada. Pero lo que me encantaría hacer es que tengas un video donde recuerdes el habernos conocido y represente lo que conocí de ti: Veo a alguien capaz, que se arriesga y compromete por nobles ideales, y que pone todo su empeño en alcanzarlos.-

     Y me fui feliz con mi video. Y más tarde me di cuenta de una gran verdad atesorada por mi desde hace mucho tiempo y que esa extraordinaria dama me recordó una vez más: Al negarse a hablar de mí, me habló muy bien de ella; no poder hablar a favor de mis intereses debido a un auténtico respeto a lo que estaba fuera de su conocimiento y facultades, me habló mucho de su valía como una persona inteligente, responsable, íntegra.

    Y es que sí, siempre y en todo lugar podremos entablar un dialogo en el cual hablemos de conceptos, políticas, ideologías, filosofías, gustos y otras cosas que les hagan ver a los demás quienes somos, que nos mueve, que pensamos y como actuamos. Porque en el respeto sobre cómo hablemos y que digamos o dejemos de decir de terceras personas, más que hablar de ellos, habla de nosotros mismos. En la fiesta brava, nunca verás al torero ondear un pañuelo blanco, eso le toca al respetable público.


cesarelizondov@gmail.com

De Pi a Poe

Publicado el 22 de Febrero de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia


    Aquello fue el paraíso: Mis tíos se habían hecho del local de Librería Excélsior en la calle de Aldama
 para expandirse en el rubro zapatero; antes de las obras de remodelación, había que vaciar el edificio
 para los contratistas, así que en hordas de 3 a 6 personas fuimos invitados los cercanos para escoger
 de los atiborrados anaqueles aquellos libros que quisiéramos leer. Como borracho en barra libre, 
escogí más volúmenes de los que podía cargar, pero como siempre fue y ha sido, la tía Rima se 
esmeró en la forma de como sí hacer que las cosas sucedan sin mirar el cómo no se pueden hacer, y 
encontró la manera de enviar todo a mi casa.


Así como pasaba las páginas de aquellos libros, pasaba también de la niñez a la juventud entre 
historias tan disímbolas que iban del Colmillo Blanco de London a toda la bibliografía de Sherlock 
Holmes escrita por Conan-Doyle; de la Operación Jesucristo de Mandino al Copo de Nieve de un 
desconocido Sagarin y de la Rebelión en el Desierto al sugestivo título para un adolescente de Quo 
Vadis?


Ese gusto por la lectura lo había sembrado inteligentemente mi madre (pedagoga de profesión) al 
poner en mis manos desde muy pequeño toda clase de publicaciones que tuvieran que ver con mi 
gran pasión de la infancia: El fútbol americano. Así es como una persona migra de las noticias de su 
equipo en el periódico a las revistas deportivas, de ahí a publicaciones de temas variados, luego a 
libros de fácil lectura y de ahí espero algún día saber digerir las grandes obras.


Pero luego emerge brutalmente la comunicación de la mano de la tecnología y pone cualquier 
contenido al alcance de un click, de una suscripción satelital para TV o de una sala de cine. Entonces 

descubre uno que La Rebelión en el Desierto no es otra cosa que Lawrence de Arabia y que Winona Ryder es más atractiva que Josephine. Se deja uno caer en la comodidad de los 24 cuadros por segundo que narran en una imagen más que mil palabras y los puristas comienzan a acusar a una sociedad que prefiere la integralidad de vivir más experiencias a la curiosidad de profundizar en contenidos.

Y ahí se la lleva uno hasta que es envuelto por El Silencio de los Inocentes por enésima ocasión, el magistral filme me deja una vez más fascinado con la personalidad de Hannibal Lecter y en cosa de unos meses esa fascinación me lleva a devorar toda la saga de los libros de Thomas Harris sorprendiéndome en varias ocasiones despierto por pesadillas que nunca sufrí al ver las películas. Lo mismo me pasa con El Padrino y con otras películas que me han arrastrado a los libros al quedarme con ganas de más. Hace poco, vi en una misma semana los filmes del Atlas de la Nubes y La Vida de Pi; en la primera sospecho (y luego compruebo) que la obra escrita debe profundizar mucho más en los nudos de la original historia mientras que en la segunda me asaltan dos incógnitas: ¿Porque el protagonista lee algo tan bizarro que ha tenido gran influencia en mí como es El Extranjero de Albert Camus?, y me pregunto también si la escondida referencia (cameo literario diría yo) a la obra de Edgar Allan Poe en el nombre de un tigre de bengala es abordada en el libro como una casualidad, como una deliberación, o simplemente es ignorada.

Me doy cuenta entonces de cómo es que el cine y la televisón pueden convertirse en estupendos promotores de la lectura. Seguro existen miles de adolescentes que empiezan a descubrir al verdadero Sherlock al ser enganchados por el personaje de Downey Jr., otros se transportan a fantásticos mundos gracias a Harry Potter y algunos más se adentran en las penumbras del Crepúsculo. Y, claro, como pasar por el alto el fenomeno actual de las 50 Sombras de Grey, que además de ser una fábrica de dinero, ha llevado a miles de personas a iniciarse o a continuar en ese fantastico vicio que es la lectura.

Por lo pronto, quien esto escribe se acerca finalmente a leer Cien Años de Soledad gracias a que la serie del Patrón del Mal transmitida por Unicable lo motivó a leer la Noticia de un Secuestro, del gran Gabriel García Márquez.



cesarelizondov@gmail.com

Yo soy taxista, y transportista, y....

Publicado el 15 de Febrero en 360 la Revista, de Vanguardia

      Esta semana nos tocó quejarnos de los taxistas. Caos vehicular causado por los bloqueos de los choferes de los autos de sitio, que sumado a las molestias ya padecidas por las obras públicas en materia de tránsito, hicieron que los saltillenses experimentáramos algo así como el día de furia de Michael Douglas. Meses atrás, los taxistas eran parte de la población que se quejaba porque los maestros no dejaban pasar a los vehículos por manifestarse. Y en algún tiempo pasado, taxistas y maestros se unían al clamor popular que condenaba las manifestaciones de los transportistas en la vía pública.

    Todas las anteriores manifestaciones en busca de mejoras o no afectaciones a sus condiciones económicas de trabajo. Considero que las manifestaciones por motivos de justicia social o judicial deben ser analizadas desde distintas perspectivas a las que son movidas por cuestiones económicas, pero en el fondo todas las manifestaciones luchan por lo mismo: Dignidad.

     Como intenté ilustrar en el párrafo inicial, no existe persona, gremio o grupo que tolere el que otros afecten su garantía constitucional de libre tránsito al chocar esta contra el derecho de esos otros a manifestarse. Pero nos queda claro que cuando son nuestros intereses los amenazados, si es correcto y justo tomar las calles para presionar a las autoridades.

     Y aquí aparece la crítica de Maquiavelo citando a Julio César: Divide y vencerás. Y es que si fuera posible hacer coincidir en tiempo y espacio todas las manifestaciones de todos los que tenemos algo que reclamar, veríamos que no quedarían autos circulando a los cuales afectar. Todos estaríamos solidariamente enarbolando diferentes banderas en calles y plazas.

    Y en ocasiones somos tan ingenuos creyéndonos agraciados, que ni siquiera nos damos cuenta de dónde ha sido sembrada la semilla de la desunión: En las nefastas concesiones. Llámale concesión de taxi, concesión de transporte público, planta o plaza laboral, estación de radio o televisión, explotación o venta de gas, agua, gasolina, tiempo aire o lo que se le ocurra a la autoridad.

     En principio, una concesión es otorgada por el gobierno para que un particular ofrezca servicios a la comunidad aprovechando los recursos, equipos, infraestructura y cualquier tipo de obra o bien público. Por supuesto, también existen concesiones en el ámbito privado como atender la cafetería de la escuela, otorgar el servicio de transporte de material o humano, tener un franquicia o distribución protegida de algún producto o servicio, etcétera. Y todo tipo de concesión es un pequeño cáncer en la economía porque es prima de ese terrible grillete llamado monopolio. La concesión genera incompetencia.

      Y la incompetencia genera carestía en las cosas y su empobrecimiento en calidad. Hemos visto como ante la nula (gracias a Dios) regulación oficial de las redes sociales y el internet, un mercado libre de oferta concesionada ha conseguido que los medios electrónicos tradicionales mejoren sus contenidos noticiosos acercándose más a una verdad objetiva que a esa verdad subjetiva que antes ofrecían y que hoy las redes desenmascaran. De aquí volvemos a nuestros amigos taxistas.

     Entonces, ¿Qué pasaría si un día desaparecen las concesiones de taxis? Nada malo. El buen taxista no tendría que renovar ante la autoridad un oneroso permiso en actitud sometida; ni esa misma licencia, permiso o concesión asemejaría en sentido figurado una forma de guillotina. El auto en si, no es propiedad del estado y en estricto apego a derecho, si un taxista está inscrito en algún régimen fiscal y cumple con sus obligaciones, no debería existir reglamento que le impida dar un servicio de transporte regido por la oferta y la demanda. Igual con el transporte urbano y un sin número de concesiones.

           En cada oficio hay buenos y malos oferentes por la naturaleza humana, pero los servicios no debieran ser malos de nacimiento por los vicios en la forma de manejar la administración pública en México. Por eso me uno a los taxistas, transportistas, maestros y demás manifestantes recurrentes que entienden la concesión como un lastre sujeto a infinitas normatividades que lejos de beneficiar al mexicano, solo perpetúan la sumisión ante la autoridad de oferentes y consumidores.

     Menos concesiones y más libre competencia es como los autobuses, taxis y demás servicios podrían ser normados por la calificación del usuario en forma de mayor demanda y pago justo en función de la calidad ofrecida al cliente, y no por la cantidad de votos depositada en las urnas.

cesarelizondov@gmail.com



      

¿Existe el amor a primera vista?

Publicado el 09 de Febrero de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia

¿Existe el amor a primera vista?

¿Qué puede un hombre decir?

La primera vez que la vi fue mientras bajaba aquellas 
escaleras,

y fue allí que tuve la fantasía de enredarme con ella bajo las 
sábanas,

pero, ¿Eso es amor?

Luego, cuando la conocí,

unos minutos bastaron para reconocer en ella los rasgos que
 debe tener una mujer:

encontré a una persona agradable, inteligente, noble y 
bondadosa,

pero, ¿Acaso el amor es eso?

Después comencé a salir con ella,

Y poco a poco me di cuenta que ahí podría haber algo más que una amistad o una atracción:


Nuestras coincidencias eran muchas; y eran más 
importantes que nuestras diferencias.

Pero, ¿Con eso basta para el amor?

Nos enamoramos en ese tipo de enamoramiento que puede caber varias veces en una vida,

y tiempo después nos comprometimos, nos juramos lealtad, y un montón de cosas más;

todo tratando de alcanzar lo que no todos encuentran en una vida: Un amor trascendental.

Pero, ¿Con eso queda garantizado el amor?

Después nos peleamos y nos alejamos. Nos herimos y nos perdonamos.


De la mano subimos una bonita ladera, de maroma bajamos
 la pendiente traicionera.

Lastimados y vencidos, con rostro y ánimo al piso, el mal 
pasado enterramos.

Pero unidos nos pusimos nuevamente en pie.

En medio de todo esto llegaron los hijos. Y todos sabemos 
que pronto, los hijos alas tendrán.

Ahora algunos podrán pensar: ¡Ahí está, lo has resuelto, ya tienes tu historia de amor¡


Pero, permítanme decir algo: El amor no es una historia, el 
amor es sentimiento.

Por eso pienso que el amor solamente existe a primera vista.

Y es que hoy,

después de muchos años de haber jurado un amor ante 
Dios, ante la sociedad y ante la Ley,

resulta muy obvio que he cometido toda clase de errores, 

y también soy consciente de que mi esposa no es perfecta.

Ante los parámetros de Dios y de la sociedad,

y con certeza también frente a lo que diría un juez,

el nuestro sería juzgado como un amor fallido.

Pero… Aún seguimos juntos.

Es por eso que estoy totalmente convencido del amor a 
primera vista,

en mi no cabe la menor duda,

y es que después de haber vivido tantas y tantas cosas al 
lado de ella,

cada nuevo día despierto, luego volteo a mi derecha y la 
observo…

Y la primera vista de mi día es ella…Y me enamoro.

César Elizondo Valdez

Los sueños y la pesca: El Paraíso

  Publicado el 01 de Febrero de 2015 en 360 la Revista, de Vanguardia

 ¿Será que así es ese cielo que la religión me ha prometido? Imagino el paraíso exactamente así, como en una dimensión distinta a las que conocemos aquí: Inmaterial, intangible, etéreo. Pero donde conservemos una forma de conciencia que nos permita percibir aquellas cosas que nos gustan, que nos motivan, que nos apasionan, e incluso, que nos preocupan. 

     Seguramente fui incentivado por lo que acababa de leer. Me dormí unos minutos después de cerrar el libro clásico de Ernest Hemingway, “El viejo y el mar”. Y tuve entonces un tipo de sueño que jamás había tenido: Soñé que pescaba.

     Estaba con mi hermano a la orilla de una especie de estanque, presa o laguna cuando sentí que un pez mordía la carnada, al tiempo que giraba lentamente el carrete le di un jaloncito a la caña de pescar, el inmediato cosquilleo en las manos me dijo que ahí seguía la presa comiéndose el camarón; entonces di un decidido y fuerte tirón hacía atrás y tuve la inequívoca sensación de haber enganchado al pez. Empecé a recoger el sedal y la resistencia del pez fue lo que todo pescador conoce, ese súbito y ciego pero cierto gozo de saber que algo viene y lo puedes imaginar, casi palpar, pero, que en la analogía de un hijo dentro del vientre de su madre, no podemos conocerle hasta que sale.

     Así como en la vida real, la lucha y los jaloneos del pez hacían parecerlo de un gran tamaño, ¿Será que al igual que un hombre peleando cuando está en su elemento, el pez luchando dentro del agua tiene más fuerza y peso del que tendrá estando afuera, una vez que lo han vencido? En mi sueño, experimentaba la misma felicidad de cuando pesqué mi primer curvina en La Pesca, en Tamaulipas; felicidad que a diferencia de otras experiencias, nunca disminuye de intensidad, así la hayas repetido mil veces.

     Duró poco la pelea. En ese lapso de tiempo indefinido que hay en los sueños repentinamente lo saqué del agua. Era un truchita pequeña y muy delgadita, nada para presumir y sin mucho chiste; pero vaya que me hacía sentir muy bien, contento. Como generalmente sucede con los sueños, los detalles de lo que hice después con aquel animal han quedado diseminados en algún olvidado rincón del subconsciente. Pero al despertar estaba radiante.

    Entonces recordé mis sueños recurrentes preferidos: Emprender el vuelo con movimientos similares a los que hacemos para nadar y observar los árboles y el campo desde las alturas, jugar fútbol soccer aun cuando no es mi deporte favorito, en ocasiones sueño que estoy cantando como un Sinatra y en otras bailando como Travolta, me gusta cuando sueño que conduzco mi camioneta sin saber hacia dónde me dirijo con mi esposa y con mis hijos. Y, ya sabes, todavía me sorprenden de vez en cuando los sueños que el hombre tiene a partir de la adolescencia.

     Es curioso como en mis buenos sueños no se reduce mi abdomen, no tengo brazos más fuertes ni me agrando en lo viril, tampoco ando mejor vestido ni viajo en autos de lujo. No sueño con un mejor trabajo ni siendo galardonado; a veces sueño con quienes se han adelantado pero nunca con quien no ha llegado. No me sueño dentro de una taberna, bar o cantina en un brindis con extraños. Y si me sueño en la escuela, es a la hora del recreo.

     Si, románticamente así debe ser el paraíso que promueven los vendedores de la fe. Un consciente sueño eterno salpicado de incorpóreas vivencias estimuladas por las experiencias, pensamientos, sentimientos, anhelos y, ¿porque no?, miedos que acumulamos durante esta vida.

     ¿La alternativa racional a lo que pienso, lo que habría en lugar de ese paraíso, edén o nirvana? Sería como una noche sin sueños. Dormir sin tener conciencia, navegar en soledad y a la deriva eternamente en un oscuro mar, siempre de noche; sin sedales y sin cañas, sin anzuelos ni carnadas; sn recuerdos ni ambiciones, sin presente ni pasado. Sin futuro.

     Puedo tomar mis decisiones. Y elijo seguir acumulando vivencias y pensamientos en esta vida que me lleven a capturar ese marlín o pez espada que hasta hoy se me ha negado. Porque en mí no hay lugar para la duda: O lo hago viajando a un puerto pesquero de forma convencional, o lo espero a que llegué sin avisar en un sueño, así como llegó la truchita…O será en la vida eterna, que por medio de experiencias y de sueños nos avisa, nos sugiere y nos anuncia, como son allá las cosas. Amén.


cesarelizondov@gmail.com

Lo que te dice una encuesta

Publicado el 25 de Enero de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia

      Estábamos en junta de consejo. Era un joven pretendiendo nadar en un mar de tiburones que se había ganado un asiento dentro de una de esas agrupaciones gremiales en las que tarde o temprano caemos encuadrados durante la vida productiva. Un gremio de esos que por medio de acuerdos colegiados, buscan legitimar por consenso grupal lo que ninguno de sus miembros consentiría en lo particular, lo que en no pocas ocasiones queda supeditado a los designios de aquellos que los maicean más que a los genuinos intereses de sus agremiados. La farsa de una democracia dirigida que se señala con índice de fuego hacia los gobiernos y distintas instituciones públicas, y se practica igual puertas adentro.

    Luego de largos y agrios intercambios de puntos de vista en donde los argumentos de algunos chocaban en contra de la cúpula y dónde ambos bandos radicalizaban sus posturas sin dar a la otra parte un beneficio de duda, alguien sugirió una moción de orden y alguien más propuso que se votase la decisión. Se deliberó un poco más en tonos algo amigables durante unos cuantos minutos para que finalmente, el curtido secretario de aquel consejo tomara la palabra para plantear que en ese momento se llevara a cabo una votación abierta a fin de no perder más tiempo.

     De entrada la votación abierta era en si una jugada maestra del secretario con el pretexto de ahorrar tiempo. Había que dejar a la vista de todos una decisión única y personal que ya había quedado muy claro no podría ser más que en alguno de dos sentidos: Apoyar a los líderes en su propuesta o ir abiertamente en contra de ellos.

     Se dispuso a contar a los presentes primero para saber con cuantos votos se ganaba una decisión por mayoría. Acto seguido, a pregunta expresa sobre si estábamos listos para votar y ante la positiva respuesta de todos, el secretario sacó su mejor carta de la manga para asegurar la votación. La genialidad estuvo en la forma de hacer su siguiente pregunta a manera de encuesta.

     -¿Quiénes están en contra del progreso que significa nuestra propuesta?, que por favor levanten la mano- fue lo que preguntó para llevar a cabo la votación.

     Por supuesto que nadie votaría en contra de una proposición donde se incluía la palabra progreso. Los opositores no estaban en contra del fondo que significaba el progreso, sino en la forma de hacer las cosas. Al no haber manos levantadas en contra del “progreso”, el mismo secretario decretó que por lo tanto, por simple lógica, todos asentían a la propuesta de la directiva. Hábilmente dijo que ni siquiera había necesidad de preguntar quienes si estaban a favor de la iniciativa. Siendo que algunos no estaban de acuerdo en lo que se proponía, aquello se contabilizó como una decisión unánime gracias a los oficios de aquel veterano secretario de retorcidos colmillos.

     En comunicación y en mercadotecnia aprendes que la forma en que se plantea una pregunta incide vitalmente en la respuesta. Todos estamos dispuestos a probar un nuevo producto que nos ofrecen gratis en el supermercado y quizás digamos que nos gusta, pero eso no quiere decir que vayamos a comprarlo. No es lo mismo insertar en un cuestionario la palabra nacionalista que el término comunista; igual pasa si cambiamos capitalista por generador de empleos o si eliminamos gasto y ponemos Inversión. No es lo mismo hablar de continuidad que de dictadura como no es igual respetar a las mujeres que consentir asesinatos de terceros indefensos.

    Vienen en Coahuila meses de encuestas, cuestionarios y demás métodos para evaluar popularidad y aceptación de propuestas y candidatos. Habremos de estar atentos a como son planteadas las preguntas para sacar conclusiones no solo de cual es la percepción ante las fórmulas de candidaturas y lo que ofrecen, sino también sobre quienes llevan a cabo las encuestas; en ocasiones una encuesta nos dice más del encuestador que del tema sobre el que se pregunta. Porque si ese hombre que fungió como secretario en aquel consejo era un astuto y viejo lobo de mar para incidir en el ánimo de una pequeña votación ante nosotros, ante las agencias encuestadoras sería un simple aprendiz.


cesarelizondov@gmail.com