Publicado 15 de
mayo de 2016 en 360 domingo, de Vanguardia
Jamás
pude con el álgebra. ¿A quién he de culpar?
No
habiendo reglas que así lo indiquen, en el prólogo o agradecimientos de un
libro, el autor hace referencia entre otras cosas, a quienes le ayudaron a
completar su trabajo. Invariablemente, cuando este hace el recuento de las
personas que se enfrascaron en su proyecto, menciona que los aciertos pueden
ser atribuidos a aquellos que le auxiliaron, pero que los yerros serán siempre
obra de su propia autoría. En la obvia metáfora de una vida, igual nos pasa con
la gente que de alguna u otra forma, han estado ahí mientras acomodamos los
ladrillos que tarde o temprano terminaran por construir algo.
Aunque
algo recuerdo de algunos de ellos, quienes me impartieron clases alrededor de
las matemáticas han quedado relegados del feliz anecdotario del agradecimiento,
quizás no por ser un cínico malagradecido, sino por el mecanismo de defensa que
con suma habilidad nuestra mente levanta para borrar del consciente aquello que
nos representa el fracaso o la incapacidad.
Y aunque en
otras actividades el chango viejo tampoco podía aprender mucho, la naturaleza
del porqué estaba ahí lo hace menos humillante: Mientras Carlos Estrada se
frustraba porque no aprendía yo cómo pegar un buen golpe de tennis, para mí no solo
se trataba de ser un mejor tenista, sino de ser un aficionado deportista más
completo, una persona más integral, en lo que Carlos si me aportaba.
Regresando hasta la infancia y abarcando toda
clase de campos del conocimiento o la vida, los recuerdos de quienes
influenciaron mis días desde la docencia se agolpan en rápida sucesión: desde
mi primera memoria del jardín de niños dónde la maestra me arrancó de mi padre
para decirme que ella personalmente se encargaría de que me sintiera bien en la
escuela, cosa que desde ese primer día de clases fue una realidad a través de
los años gracias a esa dama, hasta los consejos que hace una semana me diera
Eduardo para batear la pelota de softball con mejor impacto.
Aprendí de
los excelentes Coaches Uresti y el Seco, Inés Hernández y muy brevemente Espino
y Pancho Cárdenas, que en la vida como el en fútbol americano no existen el
karma ni los milagros, que todo es resultado de la disciplina y que no hay
enemigo pequeño como para desdeñarlo, ni adversario tan grande que no podamos
vencer. Por mis maestros José de Jesús Galindo en la secundaria y del licenciado
Esteban que me dio clases de derecho, supe que el alumno es mucho más que un
número de matrícula y un mocoso que todo le debe al mundo porque sus padres le
hicieron el favor de engendrarlo, sino que también ese joven le debe exigir al
mundo de los mayores un digno lugar. Del Hermano Pulido y de Tita Cárdenas (de
quien hoy sigo aprendiendo) que ni siquiera estuvieron al frente del aula conmigo,
y con el contador Pinedo en la escuela de Mercadotecnia, entendí que un buen
maestro ve más allá de lo que los otros ven, y que siempre habrá gente
dispuesta a trabajar con y por las ovejas negras reconociendo ahí la
responsabilidad de enseñar, y no solo la oportunidad de brillar como es con los
alumnos más aplicados.
Como enano
basquetbolista, Antonio Segura y el recién finado Jorge Jaimes me ofrecieron su
amistad cuando sus amplios conocimientos se toparon con la rebelde y corta
juventud. El maestro Solís que bien me enseño civismo y me hizo interesar en
las cuestiones políticas, sigue siendo para mí un referente del buen católico
cuando lo veo participar activamente en las misas de San Pablo Apóstol. Y si,
amigos de la primaria: sigo enamorado de la maestra Lety.
Lo he
dicho antes desde mi posición de padre de familia: es torpe devaluar el rol de
padre que es único ante cada uno de nuestros hijos por el espejismo de ser
amigo ellos, amigos tendrán tantos cómo dedos de las manos a lo largo de su
vida, padre sólo tendrán uno; y ciertamente que si un amigo intenta hacerla de
papá está condenado al fracaso en el plano de lo amistoso. Y de ahí la gran
fórmula de los Grandes Maestros: se sitúan entre el saber de un padre y la
camaradería del amigo, entre la complicidad del camarada y la disciplina de
casa, entre la utilidad de formarse y la necesidad de desmadrarse, entre la
objetividad del despiadado mundo y la subjetividad del amor fraternal.
Y es poco probable
que los nombres de mis maestros aquí mencionados sean los mismos que los tuyos;
pero es posible que dentro de quienes me leen, algún nombre nos sea común; pero
lo que sí es seguro, es que todos hemos tenido maestros como los míos, que han
hecho por nosotros tanto en la vida que no cabe en la mejor composición o
prosa. Porqué también es cierto que el buen maestro es parecido al agricultor:
siembra una semilla sin saber cuándo ira a germinar y si dará fruto alguno,
pero la siembra de todos modos, sabiendo que cada semilla es en sí un mundo
entero con distintas realidades y posibilidades a la semilla de enfrente.
Frustrado
una vez más ante la falta de avance en mi juego y luego de discutir el puntaje
de un partido, el buen Carlos Estrada me dijo la última vez que nos vimos sobre
una cancha de tennis: sigues siendo un pésimo tenista y respeto tus ganas de
prosperar, pero eso sí, tengo que reconocerte algo, y es que sabes llevar muy
bien el marcador, llevas muy bien los números, ¡eres muy bueno con las matemáticas!
Supongo que mis maestros de álgebra dirían que soy bueno con la raqueta.
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