Publicado el 11 de Diciembre de 2016 en 360 domingo, de Vanguardia
No es que me sienta tan especial como
para haber sido testigo o haber experimentado un milagro. Y te advierto: probablemente
al final de la lectura te quedes con la impresión de haber sido estafado por
este escribidor; pero bueno, estas épocas decembrinas son días para abrir un
poco el espíritu y la mente para dejarse llevar por historias un tanto
fantasiosas desde la perspectiva racional, y un algo milagrosas desde la óptica
emocional.
Pero ahí estuve, presente mientras se producía
un milagro. Sin conocer todos los detalles habrá quien, en primera instancia,
podría calificar a mi vivencia como una cuestión típica de la naturaleza
humana, otros podrán pensar a bote pronto que fue una experiencia
extrasensorial, paranormal, increíble o… muy fumada. Pero yo lo sigo viendo
cómo la manifestación de algo milagroso. Y es que difícilmente aprecia uno los
milagros en su entorno cotidiano; quizás sea por eso que tuvo que ser fuera de
mi ciudad dónde experimenté aquello.
Aquello era la locura: un impresionante
mosaico de gente representando toda clase de etnias, nacionalidades, edades,
géneros y estratos sociales. Como enemigo de las masas, como mal conversador y
siempre exasperado ante cualquier tipo de espera, me preguntaba qué demonios estaba
haciendo ahí; pero era parte obligada de la visita a la impresionante e
interminable ciudad de México. ¿o sería más bien parte obligada de la visita
por esta intrascendente y efímera vida?
Y a
dónde fueres, haz lo que vieres, dice el refrán. Así que hice lo mismo que las
miles de personas que estaban ahí: mansamente me incorporé a una larga fila
que, lenta pero constantemente avanzaba a paso tortuoso como agua que baja al
rio. Aunque no me guste, impuesto a moverme en metro y a visitar sitios
concurridos cuando visito alguna ciudad grande como era el caso, entiendo que
las aglomeraciones y los empujones, los olores humanos y las fragancias
etílicas, la desinformación y la ignorancia, son cuestiones con las que hay que
lidiar siempre que uno este inmerso en esa pluralidad llamada masa.
Ya sabes cómo son las filas: la gente se
para de puntas intentando ver lo que hay más adelante, aunque ya sepamos lo que
hay; parecería que las personas piensan que si se pegan más a quien les
antecede, la espera será menor; también en las filas algunas mujeres se
embellecen y muchos consultan hoy sus teléfonos móviles, lo que antes era sacar
la cartera vacía de billetes para acomodar mil recibos y papelitos con
información que jamás se utilizaba. Y ahí estaba yo, en medio de una perpetua
fila que estuvo mucho tiempo antes de que yo llegara, y que estará mucho tiempo
después de que yo me ausente.
Finalmente llegué hasta donde quería, di
un paso más observando donde pisaba y levanté la vista hacia el frente y hacia
arriba en un ángulo cómodo. Y entonces sentí bajo mis pies como es que el suelo
se movía. Claro que en la ciudad de México no es precisamente noticia que el
suelo se mueva, pero para mí, eso era algo que no esperaba en ese momento. Pero
yo sabía lo que tenía que hacer en ese caso: me encomendé a la Virgen de
Guadalupe. Pasó muy, muy rápido, y antes de que terminara de rezar un
apresurado Ave María, el suelo había dejado de moverse.
Fue entonces que sucedió un pequeño
milagro: volví a hacer la fila. Y luego de un rato, una vez más estuve de
frente al manto que se dice fue de Juan Diego, y una vez más subí en la cinta
transportadora que impide que los fieles se queden varados frente a la imagen
de la Guadalupana en la Basílica más visitada del mundo. Y volví a rezar.
cesarelizondov@gmail.com
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