Publicado el 23 de Diciembre de 2016 en Círculo 360 viernes, de Vanguardia
Precursores a los dispositivos
electrónicos como los videojuegos, tablets, teléfonos inteligentes y demás
aparatos que hoy conocemos, los más extravagantes juguetes de mi niñez fueron
aquellos que necesitaban enchufarse a un tomacorriente. Artefactos mecánicos
animados por electricidad, carentes del reto intelectual o físico de los juegos
de antaño pero todavía primitivos a las asombrosas características tecnológicas
que ahora vemos en cada nuevo lanzamiento al mercado. Toda aquella generación
de cacharros ha quedado en el limbo del anecdotario infantil….Excepto uno que
recuerdo muy bien, aunque no precisamente por los momentos felices que me quedó
a deber.
Como hijo de familia clase mediera, me era
conocida la sensación de por un lado agradecer las oportunidades que la vida me
ofrecía gracias a los esfuerzos de mis padres por procurarme los mejores
lugares y ambientes, mientras por otro lado me lamentaba por la ausencia en mi
vida de los inaccesibles lujos que veía en esos mismos sitios y entornos.
Navidades, cumpleaños, festivales de día del niño y grados escolares iban y
venían mientras el catálogo de JCPenney se decoloraba y maltrataba en una
página que una y otra vez observaba con la esperanza de alguna vez tener entre
mis manos aquel portento de diversión: El “Electric Football”; era un juego
bastante rebuscado y la verdad es que no parecía especialmente entretenido, pero
los güeritos retratados en los anuncios se notaban radiantes mientras jugaban.
Hasta que una navidad sucedió lo
inimaginable. Después de años rogando por aquel regalo, primero a un Santa
Claus algo desorientado que no siempre encontraba nuestra casa y luego a unos
atribulados padres cuya prioridad era cubrir colegiaturas, facturas, hipotecas
así como recibos de toda índole, finalmente apareció bajo el árbol navideño el
objeto de mi afecto.
Rápidamente nos unimos los hermanos para
armar el campo de juego. Luego alineamos a los jugadores para después, con un
gran protocolo parecido al de gobernante encendiendo pino navideño en plaza
pública, me volví hacía la pared, tomé el cable eléctrico e inserté la clavija
para disfrutar de aquel tan deseado, negado, y por fin obtenido presente…. Aún
no volteaba a ver cómo funcionaba aquello cuando todo se volvió oscuridad. Las
alegres y vivas luces navideñas se tornaron más negras que un funeral, el viejo
toca-discos dejó de reproducir algo de las ardillitas de Lalo Guerrero y de
alguna parte emergió un espeso humo acompañado por un intenso olor chamuscado.
Segundos después se escucharon las precipitadas pisadas de mis padres
descendiendo por la escalera.
De inmediato vino el cuestionamiento
impregnado de acusación que todo padre realiza a quemarropa: ¡¿Pues qué
#&$*&$#* es lo que hiciste?¡ Aún a oscuras, padre e hijos nos dirigimos
al centro de carga en donde descubrimos que solo se había quemado un fusible,
al que en un momento repusimos. Y se hizo la luz.
Regresando a la sala ya con más calma y
menos sueño, mis padres me pidieron que les enseñara como se jugaba aquello que
por tanto tiempo había deseado. Accedí y me arrodille para volver a conectar
aquello…. Una vez, otra vez, y otra vez en la pared contraria, en distinta
habitación…. Y nada. Además de un fusible y la magia de la navidad, esa
madrugada también se quemó para siempre mi adorado juguete, con la penosa
diferencia que para eso no existía ningún repuesto.
Embargado en una mezcla de temor, vergüenza
y desánimo, no quería hacer contacto visual con mis padres pues sabía el
sacrificio que ese tipo de gastos representaban para una familia que vivía al
día, y echarlo a perder antes de usarse era imperdonable, era cruel, era
estúpido. Con más obligación moral que valentía, con más enojo que orgullo, con
más pena que dolor y con una lágrima a punto de brotar, levante la vista del
suelo y me encontré con el más contradictorio, el más recordado y el mejor
regalo que jamás hubiera imaginado: La tristísima mirada de mamá y papá. La
angustiada mirada de una pareja contemplando al hijo apesadumbrado, la evidente
solidaridad de unos padres por el inocente dolor de un niño, la pesada
frustración de haber hecho lo mejor posible, y aun así, ver a su muchacho
abatido.
Por supuesto que nunca sería mi deseo
producir tristeza en la expresión de mis padres, pero en sus impotentes miradas
de aquella malograda navidad pude percibir ese amor que ninguna palabra, ningún
objeto, ningún viaje o promesa alguna pueden alcanzar. Aquel anhelado juguete
jamás pudo ser reparado, pero ya nunca tuvo importancia, yo tenía un mejor
regalo.
cesarelizondov@gmail.com
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