Sísifo en el Cerro de la Mota

Publicado el 21 de febrero de 2016 en Revista 360 Domingo, de Vanguardia

     Pensé exactamente lo mismo que tú cuando me invitaron a una excursión por el Cerro de la Mota Grande: Ahhh nombrecito de lugar, a ver si salgo vivo de semejante sitio. Luego me explicaron que mota significa más de lo que coloquialmente llamamos mariguana, que está relacionado a algo así como una colina o elevación sobre una meseta o monte.

     Nos vimos el día de la amistad en un lugar común para todos en Saltillo y nos dirigimos por la carretera a Monterrey a lo que conocemos como Casa Blanca, Los Fierro o Rinconada, por ahí de medio camino entre las zonas urbanas de las capitales más cercanas de México.

      Iniciamos nuestro recorrido con la confianza de quien se ha levantado un domingo sin una resaca en contra y con la madre naturaleza a favor. Siendo invierno, me fui bien equipado con un cálido sombrero de fieltro que me gusta utilizar cuando voy a algún rancho, huerto o casa de campo, la ajustada ropa interior térmica ideal para ir a cazar venados hasta con calcetas de lana, con la botas de suela de llanta para caminar en el monte, con mi atuendo exterior que hace años compré cuando la pesca era patrimonio de las familias antes de la estúpida realidad carretera que hoy seguimos sufriendo, vestimenta que advertí, me quedaba muy holgada en la zona de los bíceps y los muslos, aunque bastante ajustada en el vientre y la cintura. Y claro, una pequeña mochila de las llamadas “camello” que contienen un tipo de bolsa plástica y un popote o alimentador para ir hidratándose durante largos recorridos.

      Durante el primer tramo de la subida ya sabes que las cosas no son muy diferentes a cuando inicias cualquier viaje, aventura, proyecto o relación: te preguntas porque no habías intentado esto antes, empiezas a calendarizar cuando volver a hacerlo, le sonríes a todo el mundo y obtienes lo mismo de ellos; vaya, hasta generoso eres con tus cosas y sientes que todo es armonía.

     A media subida viene el primer revés del día: uno de los zapatos de Israel se desprende de la suela y es obvio que así no podrá llegar a la cima. A la mexicana, improvisamos un arreglo pasando el cordoncillo para ajustar la cintura de mis pantalones entre las suelas y distintos orificios del zapato para medio arreglar el asunto; pero más tarde le siguió el que hacía par y ya no teníamos otra cinta. Avanzábamos lentamente y fue en lo que llaman el primer descanso dónde Carlos M y su niño nos dijeron que ya no seguirían adelante debido a una lesión que podría agravarse. Poco más tarde empezamos a advertir esa naturaleza humana que sale a flote cuando a alguien le sale lo competitivo, o lo mamón: uno de los 300 excursionistas que hacen el recorrido anual nos dice en tono autoritario que no debemos de seguir por el estado de los zapatos de Israel, que así nunca llegaremos; ¿Nos faltaba algo para llegar?  Si, solo que un idiota nos dijera que no podríamos lograrlo.

    De cualquier forma, no echamos en saco roto su consejo y nos sentamos a ver pasar a la gente mientras con cara apesadumbrada preguntábamos si alguien tenía una cinta de sobra. Resultó que un buen samaritano traía consigo un rollo de cinta adhesiva industrial, de esa color gris que sella hasta humedad. Resuelto el problema de las suelas, le seguimos caminando.

     Me rezagué junto con Gerardo y más rezagado quedó Carlos A, nos faltaba un buen tramo hasta la cumbre cuando Ramón y su hija ya venían bajando y acordamos vernos después si abajo ya no nos veíamos ese día. Al llegar a la cima, ya había terminado la ceremonia oficial de la XXXV Confraternidad de la Amistad convocada por el Club de Excursiones José Navarro del Círculo Mercantil Mutualista de Monterrey.  ¡Treinta y cinco años haciendo este evento un domingo alrededor del día de la amistad¡ Quedé gratamente sorprendido cuando entendí cabalmente lo que estábamos haciendo la mañana de un domingo recorriendo casi 5 mil metros lineales en una pesada pendiente de interminables rutas en zig-zag: reforzando la amistad.

      Luego de un descanso salpicado por selfies y fotos del paisaje, lonches sudados y fotos grupales, iniciamos el descenso. Jamás pensé que con el simple cambió de una letra, el invierno se podía convertir en infierno: el sombrero de fieltro se convirtió en un horno sobre mi cabeza; las calcetas de lana hicieron sudar mis pies hasta las ampollas, la ropa térmica se pegaba a mi piel ahogándome. Y si bien los muslos y los chamorros ya no llevaban carga durante la bajada, el ir frenando la marcha para no resbalar en las piedras se volvió el peor de los martirios sobre las uñas de mis pies; ahhh, y no tenía ni gota de líquidos.

     Ya nadie hablaba de volver a subir cerros. Ya nadie sonreía y cada quien fue avanzando pesadamente a su paso. Y una vez más comprobé aquello de que a pesar de que ya todo está escrito en materia de filosofía y literatura, siempre descubrimos nuevas interpretaciones o variantes sobre lo ya creado: Me sentía como Sísifo en el mito que describió Camus, bajando penosamente una colina sin razón o alegría aparente en ello; pero, a diferencia de Sísifo, mi pesada y en apariencia inútil bajada tendría la razón de su infructuosa subida, mientras que en nuestra optimista subida, tendríamos los mismos pensamientos filosóficos que Sísifo finalmente encuentra en su bajada dónde “cada trozo mineral de una montaña forma por sí solo un mundo. El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre”. Y entonces, como escribió Camus: Hay que imaginarse a Sísifo, feliz.