Relectura de Pedro Páramo

Publicado el 19 de enero de 2020 en Saltillo 360

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Experimentar tan brutal cambio de comprensión en una relectura fue frustrante. Dicen que nunca se vuelve a abordar un libro de la misma forma, que, dependiendo de diversos factores personales, un mismo individuo puede interpretar de distintas maneras lo plasmado por el autor. Cuestiones como la madurez del lector, su estado de ánimo y nivel de entendimiento, etapa de la vida y hasta estado civil afectan la manera de percibir una obra. Pero lo mío fue otra cosa. Primero te pongo en contexto: 

En algún verano de mi infancia pasé los días y las horas revisando los lomos de los libros en la biblioteca de mi padre, y desde esa democrática condición siempre ataviada de torpeza, la ignorancia, no sabía si las letras grandes en parcos tonos indicaban la autoría o el título de ese libro; era un pequeño enigma imposible de resolver leyendo solo los lomos.

¿Juan Rulfo sería el autor o ese era el nombre del libro? ¿O fue un tal Pedro Páramo el hacedor de Juan Rulfo? ¿Quién le dio el soplo de vida a quién? 

La curiosidad por desprender al personaje del autor fue suficiente para resolver el misterio con un simple vistazo a la contraportada. Pero la densidad del tema y el agreste estilo de Rulfo fueron demasiado para alguien acostumbrado a hojear las historietas de Archie y demás comics en edición colibrí, águila y avestruz, esos que conseguía con Toño “La Bola” en la calle de Victoria, pegadito al templo de San Esteban.  

Más tarde, durante adolescencia y juventud supongo que me pasó de noche en los estudios dar cuenta del libro más celebrado de la literatura mexicana. Pero en algún momento de la edad adulta se llegó la hora de leerlo. Claro que tampoco entendí gran cosa. 

Luego, ya un poquito más cansado y con cabello entrecano, con ayuda de internet profundicé en diversas críticas e interpretaciones a la obra, y aunque no llegué al entendimiento, por fin tuve una idea menos nebulosa de que iba todo aquello de ánimas y abandonos, de cacicazgos y muertos, de desamor y de odio. Y siendo una novela tan corta donde casi cabe la tesis de la unidad de impresión propuesta por E. Allan Poe, desde entonces me fue posible releerla en distintas ocasiones con el propósito de entender a cabalidad el significado y valor literario del texto. Por supuesto, continué sumido en las penumbras. 

Al margen te platico que incluso, alguna vez lo leí durante unas vacaciones en las costas de Colima; y pues si, de regreso me desvié para llegar al mítico Comala. Y no pienses que esa visita disipó mi incomprensión: me encontré con un bellísimo pueblo mágico con acequias y riachuelos, con frondosos árboles frutales y un clima benigno y acogedor, con fachadas bien dispuestas en frescos tonos de blanco. Nada que ver con el infiernito a donde su madre mandó a Juan Preciado.

Pero bueno, volvamos al origen, que para estar a tono viene a ser el final: pues resulta que en mi última visita a la bendita tierra que me vio nacer, tierra de mariachis y tequila, de fútbol y buen comer, tuve ese tipo de buena fortuna de levantarme temprano y encontrar las calles sin tráfico, luego llegar al mostrador y ser el primero en la fila, pasar sin contratiempos los puntos de seguridad y como consecuencia a la cadena de agraciados eventos, tener mucho tiempo disponible antes de tomar el vuelo de aproximación a mi amada tierra, tierra del sarape y de las nueces, de manzanas y conservas, de fábricas automotrices y un nutrido clúster de escritores. 

Así, en el afán de alejarme del bullicio y del sirenal coro de Covalin y Lacoste, de Scappino y de Domínguez, fue que descubrí al final de la sala de espera una acogedora biblioteca con tantos libros como dedos tienes tú. Mientras a mis espaldas los murmullos de una docena de personas competían por la atención de un atribulado barista de solo dos manos, frente a mí se encontraba sin demanda un anaquel de cinco estantes semi vacíos con libros tan variopintos como gente encuentras en un aeropuerto. Y con mis ojos de niño descubrí un lomo donde leí lo mismo de los veraniegos días frente al librero de mi padre: Pedro Páramo Juan Rulfo. Así, sin puntuaciones y solo con distinta fuente de letras para diferenciar un nombre del otro.

Lo tomé sin pensarlo mucho, seguro de encontrar algo diferente en esta nueva lectura; busqué el mejor sitio en alguna de las bancas diseñadas en formas de media luna: todos los lugares estaban disponibles mientras escuchaba, lejano, el alegre tintinear de las cajas registradoras por todo el corredor de la sala de espera. 

Me senté y programé una alarma en mi reloj para asegurarme de no perder el vuelo por estar absorto en la lectura; y abrí en la primera página, seguro de encontrar el envolvente inicio de la historia. Y lo que encontré fue esto: “Je suis venu á Comala parce que j´ai appris que mon pére, un certain Pedro Páramo”. Y de ahí para adelante, no entendí ni santa madre. 




Un taco de chilaquiles


Publicado el 05 de enero de 2020





Ya nada me sorprende. Por ello ni me inmuté cuando leí en el menú de la fondita cual es la especialidad de la casa: tacos de chilaquiles. Lo pensé durante un momento antes de decidir si le entraba a esa barroca experiencia. 


Pero no vayas a pensar que me las doy de purista, conocedor o de snob; sí le entro con singular alegría al pleonasmo literal de las quesadillas de queso, o también al pleonasmo culinario llamado guajolota, ese capitalino invento que consiste en meter un tamal adentro de un bolillo. 


Pero hay para todos los códigos postales: los franceses dicen que en américa no sabemos apreciar los buenos vinos porque las uvas de calidad nunca deben ser mezcladas, mientras en Italia no conciben la bomba calórica de un flan bañado con cajeta Coronado y con pedacería de corazón de nuez esparcida por el plato; y por supuesto, che, que un buen asado de carne pampero no debía terminar envuelto en una tortilla. Pero, como dijo Lucerito: ¿Y? Así nos gusta a nosotros, y ellos le han de meter refresco de toronja al tequila, que no es algo así como el canon. 


Pero el asunto aquí no es la comida ni los desfiguros que somos capaces de hacer los mexicas con tal de llenar la panza y agradar al paladar. Lo culinario (no es albur, para los no leídos) sirve de referencia para ilustrar cosas más importantes dentro de la vida nacional, pero que igual se convierten en penosos pleonasmos a la hora de ubicar todo en correcta dimensión.  


En contra de la opinión de mi editor, de mi madre y de mis hijos, ahí voy de nuevo a la incorrección política: dime si no es una redundancia que rima con camada eso de tener un montón de procuradurías tamaño Luxemburgo que, dicho sea de paso, igual que ese paisito europeo, las procuradurías satelitales son demasiado estrambóticas en sus denominaciones, así sean de talla XS en su accionar, distinto a China por ejemplo, nombre pequeño pero nación grandotota. 


Pareciera que la Constitución dicta que cada nuevo gobierno ha de crear una nueva procuraduría. Porque nos hemos ido llenado de oficinitas cuya misión parece ser dejar la responsabilidad en el aire. Ya sabes lo que dicen: si quieres que algo no se resuelva, reparte el poder.


¿No debería la Procuraduría General dar respuesta a todos por igual? A mujeres, niños, adulto mayor, varones, minorías raciales, creyentes o ateos, heteros u homosexuales, estudiantes o trabajadores. Pero no, hacen una torta de tamal y deciden abrir procus como si fueran Oxxos, y entonces se pulveriza la responsabilidad porque no saben si mandar el caso a donde atienden niños o a donde al adulto mayor, porque el niño hizo pisa-y-corre en la tiendita del anciano. O si a la de la mujer o a de los migrantes, porque una mujer migrante denuncia maltrato de otra dama. Si ya no sorprende un taco de chilaquiles, tampoco ha de sorprender que algún día nazca la Procuraduría para Señores arriba de treinta años, zurdos, de piel morena y pie chico, con lunar de tablilla en la espalda, de ojos oscuros, cabello rizado y dentadura sarrosa.


Pero en fin, supongo que todo esto de tener tantas sub-oficinas para lo que debiera hacer una sola obedece a nuestra idiosincrasia retorcida más que a la voluntad de resolver conflictos y procurar la justicia; así como una torta de tamal nace de la necesidad de llenar la barriga pero jamás de nutrir al organismo. Y claro que engorda mucho, pero su aporte no va más allá de la supervivencia inmediata del sistema.


Se acaba el espacio y la paciencia, así que para finalizar con menos tedio te platico de mi desayuno en aquella curiosa fondita: me sirvieron mis tacos de chilaquiles... en tortilla doble, una fanta de naranja y una salsa tatemada deliciosa. Ya empezaba a morder el taco cuando llega de nuevo el mesero con la guarnición al centro de la mesa: una canastilla con totopos ¡¡



El efecto Diderot


Publicado el 29 de diciembre de 2019

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En el ánimo de no cambiar de guardarropa por un aumento de tallas, empieza uno a correr porque no ocupa más que el par de tenis arrumbados en el fondo del armario desde antiguas navidades. Pero en la primera vuelta a la Ruta Recreativa se percata de una cosa: no solo hay que ser corredor, también hay que parecerlo. 


Y cambia los viejos tenis de confección nacional por los nuevos Nike que lo hacen a uno flotar, y subimos a las pantorrillas para encontrar unas ajustadas medias de compresión, ya no las calcetas blancas de elástico dilatado como andares de un obispo; shorts desprovistos de bolsillos para cortar bien el viento desde un aerodinámico torso cervecero, la camiseta dry fit para no andar con espalda y sobacos mapeados por el sudor, no le hace que por debajo estemos de golondrinos como el primer Aureliano; harto bloqueador solar para no agarrar un cáncer de esos que mata a los güeros, va la gorrita coqueta, de marca y look europeos, escondiendo el despeinado. La joya de la corona: el reloj que marca calorías y la frecuencia cardiaca, distancias y elevaciones, y quien sabe que tanto más, porque hasta en bodas y funerales lo trae uno presumiendo. 


Es el efecto Diderot, y no es nada nuevo. Fue hace un cuarto de milenio (ojo, dije milenio, no siglo) que el filosofo francés Denis Diderot escribió un relatito llamado “Lamento por mi bata vieja”, en el cual el personaje hace el recuento de una cascada de gastos incurridos luego de recibir una lujosa bata como regalo: sábanas acordes con la fina tela de su bonita bata, almohadones a juego con sábanas, colchón de la mejor manufactura y una cama excepcional para no desentonar, empapelar las paredes, hacerse de cuadros caros y elegantes gobelinos, más y mejor mobiliario; en fin, una espiral infinita que lo dejó en la miseria. 


Ya vamos aterrizando. En época post-navideña, iniciamos con las pilas para que funcionen los juguetes eléctricos, los vestuarios y accesorios de las Barbies o el casco para la bici, los dijes y las pulseras complementan los aretes, ¿y para el set de la carne asada?, hay que comprar asador. Que felicidad cuando al balón de futbol solo había que agregarle un montoncito de piedras para hacerlas porterías y ya; con camiseta del PRI o la heredada del viejo, nada de esperar a que llegue la del Barza para meter autogoles. 


Pero bueno, no se trata de aguar la fiesta del despilfarro luego de recibir los regalos. De hecho, soy un gran creyente del consumismo: considero que un planeta con más de siete mil millones de personas no puede ser sustentable en lo económico sin el fenómeno del dispendio tan bien sembrado desde el mítico Bilderberg o la realidad de Davos, que viene a representar lo mismo. Porque si lo piensas un poco, así es como debe ser: para que nos llegue la señal de Netflix debemos enviar aguacates desde Michoacán hasta Michigan, para tener un celular made in China debemos enviar petróleo a no se que otra parte del mundo; y debemos atiborrar de tequila a medio Europa para que los suizos nos envíen esas navajitas rojas. 


Autos salen de Coahuila para el mundo al tiempo que tulipanes se cosechan en Holanda. Y ya no hay vuelta hacia atrás. Si dejasen los gabachos de vendernos espejitos y nosotros de proveerles café, a la vuelta de la esquina estaríamos acá matándonos por un chocolate Hershey´s y por allá expandirían su repudio hacia si mismos al encontrarse de pronto que no son inmunes a Darwin. Luego, en vez de tener programadas guerras por la riqueza que significa el petróleo, habría espontaneas matanzas por la supervivencia que el grano de arroz representa, y así como nuestra especie exterminó a los primos neardentales en ese camino evolutivo de tantas ramificaciones pero de solo un destino, alguna raza o región terminaría por imponerse sobre sus hermanos de distintos continentes. Y a manos del más fuerte podrían desaparecer asiáticos o africanos, oceánicos y europeos, y, aunque nadie desea que desaparezcan los americanistas, si queremos que pierdan hoy por la noche (Saludos Compadre Arturo).  


Pero entonces, ¿Cómo conciliar una necesidad común para el equilibrio mundial como lo es el consumismo, con la responsabilidad de no caer en lo particular en el efecto Diderot? No lo sé. Si lo supiera, andaría dando respuestas en lugar de hacer preguntas.    


cesarelizondov@gmail.com




El Patio de mi casa


Publicado el 27 de octubre de 2019






Hoy regresé a lo que fue un importante lugar de esparcimiento durante mi niñez. Me pareció tan grandioso en lo simbólico como pequeño en dimensión el resbaladero donde tantas veces me figuré estar en la cúspide del Everest, sobre la superficie lunar o encima de una colina con una espada en la mano. Y si he de serte sincero, diré que aun a través del lente de la nostalgia que lo bonito lo agranda y los defectos descarta, ese espacio de vivencias infantiles me pareció mejor conservado a como lo recordaba.


¿Lo puedes imaginar? Herencia de no sé cuándo, tenía a mi disposición una biblioteca incrustada ahí adentro entre empedrados y fuentes, en medio de muchos árboles de hoja caduca y de otros que no deshojan, y un puñado de frutales. Era terreno vedado por autocensura en aquellos años: le temía más a romper el silencioso palpitar de una biblioteca que a romper la inocencia intentando robarle un beso a las niñas con quienes alguna vez compartí columpios en las tardes veraniegas o en mañanas de domingo. 


En un tiempo mi padre fue funcionario público y absorbí la información que él veía y leía de periódicos locales, razón por la cual en variadas ocasiones pude reconocer la adusta visita de gobernadores y alcaldes, diputados y senadores, a ese remanso de paz y bellas coplas de pájaros que por unas horas se convertía en un recital de grillos, cuyo sonido asemeja tanto al de los alacranes. Y créeme, ahora hasta notas musicales escuché.


No corrían los tiempos de hoy, y no era mal visto tener animales en cautiverio. Por supuesto, hubo una jaula que fue alternada vivienda de un águila y de un buitre negro, de osos y venaditos, de zorros y de coyotes, y quien sabe que tanto más. Llegaron con plumajes y apostura, con la mirada salvaje, con sus colmillos y pieles; y cuando se los llevaron, salieron con párpados derrotados, dientes chatos y sin garbo, con sus plumas apagadas o un triste pelaje ralo.


Como un relojito suizo, justo al cumplir los doce años, cuando la vida comienza a tomar la velocidad de la fórmula uno en los sinuosos caminos de una bicicleta de montaña, a mis padres les dio por cambiar de domicilio, y el hogar se fue conmigo, pero la casa ya no. Seguro que en la mudanza se perdieron tantas cosas: yo no puedo presumir de pericias juveniles evocadas por Cortez a la sombra de su árbol, simplemente no sucedió igual en mí caso como seguro les pasó a otros. Atrás quedó también el viejo estanque de pocos patos y alguna muerte, sucedió en la madrugada de un funesto día para una familia saltillense mientras nosotros vacacionábamos. 


Y hoy, en ese regreso a lo que fue el patio de la casa de mi infancia, no me ganó la añoranza para medirme en altura con el gran resbaladero, no fue que me haya estirado, el mundo se comprimió. Pero me fue imposible evitar otra cosa: hurgué hasta el fondo de esos bolsillos que cuando niño guardaron de tuercas y corcholatas, y hoy parecen coladeras, no fue tanta la penuria y aparecieron diez pesos; fui hasta el borde de una fuente, y con más escepticismo que con la ciega esperanza, en contra del raciocinio pero a favor de la fe, pedí por un montón de intenciones, y entre todas ellas, pedí en especial por ti, que los domingos me lees y eres por quien escribo. Lancé el dinero hasta el fondo.

Ahí duerme mi moneda en el patio de mi casa, en el fondo de una fuente, de la Fuente de las Ranas. Si, yo viví en la zona centro de la ciudad de Saltillo, habité en casa modesta, pero el patio de esa casa, era toda la Alameda.






Subir bajando


Publicado el 06 de octubre de 2019


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Todo comenzó cuando acudí al masajista luego de cargar la maleta de equipaje: nadie me avisó que a cierta edad debí hacer estiramientos y calistenia antes de vaciar garrafones, para subirme a un caballo o cambiar la llanta al coche. Hubo un tiempo feliz en el que mis articulaciones y músculos estuvieron dispuestos para pasar de cero a cien con el único preámbulo de la voluntad para hacer algo.


Es el trágico momento donde llega la conciencia del cráneo lleno de canas y una cara con arrugas, cuando ya no solo necesito anteojos para leer las letritas de los contratotes, sino hasta para ver los canales de adultos en la televisión de paga. Es cuando también sé que la letra de los contratos nace muerta para algunos y un simple apretón de manos basta y sobra para otros, y que los canales para adultos sirven solo a los pubertos. Pienso que cada cana es un surco de experiencia y que las arrugas son el color de las risas, y que el grisáceo cabello ahuyenta a los timadores y que el arado del rostro esconde además, lágrimas rancias. 


Camino con menos prisa para pisar con firmeza, no compro más fantasías y busco vender conciencia, el tiempo ya no es mi aliado y se convierte en verdugo, no hay más cupo para enfados, ni para obviar desengaños, lo que me molesta ignoro y al traicionero descarto; ya no corro a guarecerme en una tarde lluviosa y disfruto más del sol cuando se muestra radiante. No hago caso a lo que digan, me ocupo de lo que soy. 


Mi referente en la historia ya no es el truncado Kennedy universal, sino el longevo Mujica del litoral, el virtuoso y joven Mozart dejó de asombrarme tanto al ver las glorias tardías del perene Saramago. No más Morrison o Hendrix, ni Mercury o Kurt Cobain, mi paradigma de hoy se parece más a Jagger o al McCartney siempre light. Y en cuestiones religiosas, ya le rezo más al padre que al hijo crucificado.


Encuentro mejor sabor en las uvas destiladas y en la nata fermentada que en la leche del estante o la fruta verde y dura. Dejo de perseguir al marranito encebado para ceder al sereno de tener pájaro en mano, me duermo contadas horas por no perderme la vida, consumo poco de todo, pero me gusta pagar el precio por ver el buffet entero. Ya no presto mis oídos a los incesantes ruidos de negras noches pasadas. 


 En el futuro hay un corte de género femenino, me guiña el ojo y me llama, me dice que de ser gato ya habría perdido tres vidas, capto al aire la advertencia y agradezco su desidia; yo le ruego por más tiempo, sé que un día me va a casar y no ha de soltarme jamás. Claro, a menos que exista Cristo.


Y salí del masajista dispuesto a cambiar mis hábitos: compré un veliz con llantitas y tiré lo que no sirve, me deshice de tiliches y de la ropa andrajosa, de los discos de vinilo y las cartas sin enviar, me quedé con quince fotos y el rollo de hilo dental, una tercia de cronopios y un cuchillo de metal.


No intento cargar en vilo y busco un puntal en todo o cuña para que apriete, ya no salto sin arnés ni soy aval de vivales. Si, quizá mi vista no es la misma y los ojos me traicionan, pero en mi mirar hay brillo, y tal vez no vea muy claro, pero cuando quiero observo, y observo con nitidez. 


“A media vida” le llaman al sitio adónde estoy, no ha de ser por aritmética pues pocos llegan a cien. Inicia el segundo tiempo de este juego desigual, donde al pisar cancha pierdes, no importa tu habilidad, la cuna donde naciste o la virtud aprendida, hay un túnel al final por el que todos nos vamos: es el precio de jugar. 


Estoy en medio del juego, me apegué a buena estrategia para la primera parte, ha pasado el escarceo y errores de ejecución, he marcado cuatro tantos pero he sufrido reveses. Y viene lo complicado: vivir más con menos vida; que crezcan las emociones con el tiempo en regresión. Pero es una paradoja cuando voy en deterioro, ¿cómo subir en bajada? Ya lo entiendo, ya lo veo, no juego contra la vida, el partido es contra mí y encontré cómo enfrentarlo, es con táctica sencilla, es clara y original: que, ante el decadente cuerpo, se revele el intelecto.







La niña Greta


Publicado el 29 de septiembre de 2019




- ¡Me robaron mi niñez ¡- clama la niña Greta en la parte más sensible de su discurso. ¿Cómo no voltear a verla? ¿Cómo no ponerle más atención? Seguro has escuchado de ella, es una jovencita sueca que ha extendido sus quince minutos con el tema del calentamiento global o algo así. Socrático como soy, no me voy a meter a analizar los problemas de los que ella habla, me meto más bien al problema que ella representa.

Ahí tienes que, entre otras cosas, la niña Thunberg trae pleito casado con el villano mundial, a saber, Donald Trump (dicen que, si acá tenemos nuestro ganso, allá tienen a su pato). Y pues ya sabes: nada más redituable que subirse al ring con la piñata universal para darle de madrazos.

Y felices todos dándole vuelo y aplaudiendo. Total, es políticamente correcto tomar la postura ambientalista y apoyar a quien se planta a vociferar ante la ONU y en donde le pongan un micrófono. Todo muy bien y muy bonito en las formas, como para película cristiana o de Derbez, pero ¿y el fondo?

El asunto es que la niña se roba la atención que debemos darle a los expertos en el tema. Porque todo se sale de contexto cuando se convierte en show mediático. Hace tiempo hablamos en esta columna de los argumentos ad hominem, que son aquellas falacias en las que se desestima el argumento no por su lógica, sino porque quien lo dice carece de autoridad para defenderlo, y al decir autoridad me refiero a cuestiones morales, éticas, y por supuesto, técnicas o académicas; si recuerdas, es la forma que se utiliza en política para descalificar todo lo que haga o diga el contrario: si Hitler dice que el agua es incolora, sus detractores dirán que eso es falso, porque lo dice Hitler.

Pero existe una cara contraria, el argumento de autoridad, o como decía el querido maestro Galindo: magister dixit. En efecto, como la has pensado, en esta falacia se da por verdad cualquier cosa por el simple hecho de quien lo expresa, podemos decir que es la prueba que necesitan los fanáticos: para unos, si lo dice el Peje es verdad mientras para otros si lo dice Calderón es plata pura; es el argumento de las religiones (porque así está escrito), o más fácil, es el argumento del jefe de familia: porque lo digo yo.

De ahí todo el problema de la niña Greta, pues desde argumentos de descalificación al capital y a líderes del tipo Trump, se monta en una falacia de argumento de autoridad moral que se ha confeccionado gracias a nuestra voracidad por esta clase de historias, dejando, como lo cité párrafos arriba, a los verdaderos expertos sin voz audible para los temas que enarbola.

Total, que la niña Greta nos culpa a quienes gozamos del libre mercado por haber perdido su niñez; yo diría que culpe a sus padres y a quienes la patrocinan, pues no entiendo como permiten que se encasille desde tan joven en una imagen que pretende salvar el futuro del mundo, pero que a lo más le alcanza, para veinte minutos de fama y una vida para justificar sus dichos mientras le da de patadas al pesebre   

  

XXV Congreso Regional de la Mujer


Publicado el 14 de septiembre de 2019



“Alla es el trópico” fue una película mexicana de 1940 para la cual, una señora de 45 años se quitó todos los dientes frontales para hacer el papel de abuelita, actitud para parecer más grande. Casi ochenta más tarde, una actriz mexicana rompe las redes sociales cuando posa en bikini luciendo su cuerpo al celebrar medio siglo de vida, actitud para parecer más joven.

Poco importa si eres una Sara García y tu rol es el de la eterna abuelita o si te identificas con Salma Hayek y eres el prototipo de la mujer moderna, o como ha de ser más probable: que estés en el justo medio; tu actitud ante las cosas es lo que te diferencia y te saca adelante cada vez que la vida te exige y te pone a prueba.

Igual, te puedes quejar de tu marido que nunca lava los trastes o agradecer por la pareja que pone alimento en la mesa, es tu opción lamentarte por no tener autos de lujo o agradecer que tienes como trasladarte, tú sabrás si agradecer por un nuevo día o maldecir por tener que levantarte. La vida está ahí como un lienzo, para que dibujemos sobre él lo que queramos y luego meternos dentro de esa pintura a vivir, y es verdad que algunos cuentan con todos los colores en su paleta mientras otros tienen un lapicito de carbón, pero de cualquier forma es tu buena actitud la que decide si pintar un bonito arcoíris multicolor o bellos trazos de arquitectura en blanco y negro con lo que tienes, o es tu mala actitud la que prefiere dibujar lóbregos paisajes deprimentes con un lápiz de carbón o con el negro resultado de mezclar mal los colores.

Con pláticas que van desde lo motivacional hasta lo didáctico, de los testimonios de vida a las cuestiones filosóficas, impartidas por damas y caballeros, por doctores y maestras, psicólogos, profesionistas y clérigos, este año, el tema toral en el Congreso Regional de la Mujer es, actitud.

“Actitud como motor de cambio” es el eslogan. Identificar y encauzar tus actitudes de manera positiva, es el objetivo que Familia Unida Saltillo y Pastoral Familiar buscan para ti los próximos 19 y 20 de septiembre en el evento anual que desde hace un cuarto de siglo organizan en nuestra región. Ya sabes dónde: en Villa Ferré. Ponle toda tu actitud y asiste. Informes 844 416 0858 y 844 415 7487.

 cesarelizondov@gmail.com