Una ida a la tienda

 Léelo en la edición digital de Saltillo 360


Publicado el 27 de septiembre de 2020


Por César Elizondo Valdez

 

Siempre en busca de señales, sintonizo una película que promete y me siento a verla. La historia camina bien de mano de la gastronomía con innumerables escenas donde los protagonistas dan cuenta de suculentos platillos y postres. Con la digestión luchando contra un ceviche de atún, nada de lo que veo en la pantalla despierta en mi algún deseo culposo... hasta la aparición de una dama fumando.

        Soy fumador social, y como el distanciamiento social se me da bien desde antes de la pandemia, no hay cajetillas en casa. Continúo viendo el filme; más o menos, siete escenas de comida por una de alguien fumando. Cualquiera que disfrute de un cigarro ocasional sabe que algo se dispara en el cerebro cuando vemos a través de la pantalla a un personaje dar largas caladas a un cigarrillo.

       Termina la cinta. Igual a tantas cosas de mi vida, el control remoto no funciona bien, la pila se está acabando. Me levanto del sillón sin hacer ruido para no despertar al rey de la casa, el perro. El proceso mental es automático para dar con una excusa que me obligue a ir a la tienda: debo conseguir nuevas baterías para ese control. Antes de salir, otra solución perfecta se suma a mi plan: iré caminando.      

        Llevo una docena de metros andados cuando miro al suelo. Descubro que tengo puestas las ridículas chanclas para las cuales no existe un sustantivo sofisticado, entonces, las sigo nombrando por antonomasia: las crocs. Ni siquiera considero la idea de regresar y me justifico pensando que no he salido en pijama.

        En distancia lineal, la tienda de conveniencia está a unos cien metros de mi hogar. Pero, no tan rápido, vaquero: la colonia donde vivo cuenta con una barda perimetral que no la tiene ni Trump. Debo rodear un buen tramo para después regresar por fuera del muro hasta llegar a la tienda. No me quejo, pues tanto vecinos como autoridades han decidido que la promesa de seguridad se antepone a la garantía de libre tránsito.

         Todo el camino saboreo el cigarro que, con calma y al aire libre, fumaré mientras regrese. También me pregunto, igual a todos los días, qué me querrá decir la vida con todo este rollo que vivimos desde marzo. Es que yo me siento bien, además de ser bastante torpe para entender los mensajes cifrados de la existencialidad, o para ver las señales.  

        Apenas cruzo las puertas de cristal, un reflejo instintivo no anticipado por Darwin lleva mi mano derecha a un bolsillo de la camisa, luego la izquierda va al otro, y después van en sucesión a los cuatro bolsillos de mis jeans. Repito en dos ocasiones los movimientos con ritmo acelerado, como coreografía de la Macarena, y el horror se hace presente: no encuentro mi cubrebocas.

      —¡Fuera de aquí, no puede entrar sin cubrebocas!

      Me cubro la boca con una mano e intento mi cara de ojos rogones.

     —Por favor, sólo vengo a comprar unos cigarros.

     —No se puede, hay cámaras de seguridad grabando y me despiden si lo atiendo así. ¡Sálgase, pero ya!

       No pienso pasar a la posteridad como “lord-cigarros” y salgo sintiéndome Quasimodo. Lo primero que veo es la interminable muralla que habré de rodear para sentirme de nuevo en casa. Maldito tapabocas, desgraciada pandemia, estúpidos muros. Ahí encuentro las señales.

 cesarelizondov@gmail.com  



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La increíble predicción de Jal Pisarcik

 

Publicarse el 24 de mayo de 2020

Léelo en la edición digital de Saltillo 360


Publicado el 24 de mayo de 2020


Por César Elizondo Valdez

Para quienes piensan que con las comunicaciones de hoy nada pasa desapercibido, la distópica historia de Jal Pisarcik ha de parecer increíble, pero te han repetido el cliché hasta el cansancio: la realidad supera a la ficción.

      ¿Te acuerdas? Fue en la semana del Súper Bowl cuando una televisora habló de contenido borrado de internet y la desaparición de un acaudalado inversionista inmobiliario. Un video de ochenta y cuatro segundos compartido originalmente en tiempo real por las redes sociales del hoy desaparecido Pisarcik.

      Ahogado en alcohol y quizás algunas sustancias más, durante la fiesta de año nuevo para recibir el veinte-veinte, el tal Pisarcik tuvo a bien grabarse con el mar caribe como fondo en el balcón de lo que dijo él, es el hotel más increíble del mundo.

      Y dijo algo más o menos así: que no estaba festejando la llegada de un nuevo año sino de una nueva civilización. Dijo que ahí, en el mismo pent-house del hotel, estaba brindando con algunos de sus amigos y otros agregados, los muchachos más poderosos del mundo, The Boys, fue como se refirió a ellos.

      Explicó que juntos viajaron a principios de año a Ushuaia y de ahí al Chimborazo, luego en abril estuvieron en Finisterre, y que finalmente fueron estafados en octubre cuando quisieron conocer las pinturas de Lascaux y terminaron en un tour guiado dentro de una réplica de las mismas. Se quejó de que, en todos esos lugares, le pareció que estaba en un mitin político en lugar de vacacionando.

      —¿Acaso debo vacacionar en Punto Nemo para tener privacía?,¿por qué tengo que alternar con negros, amarillos y latinos cuando quiero divertirme?— preguntó a la cámara de su teléfono el achispado Pisarcik.

      —Ya no más— él mismo se respondió.

     Y entre frases inaudibles, discurrió algo relacionado con la fermentación de las uvas y el costo de una barrica de roble francés, para continuar diciendo que durante los próximos doce meses el mundo se frenaría. Que ellos mismos alcanzarían a ser beneficiarios de su visión sin necesidad de esperar generaciones para ver el fruto de los cambios emprendidos, cuando lo bueno se vuelva inaccesible para las masas y cuando las mesas no excedan de ocho lugares. Cuando los estadios se achiquen y las distancias se agranden, cuando los mares sean navegados por yates particulares y ya no por trasatlánticos abarrotados, cuando en el cielo haya un puñado de Learjets ejecutivos y en los museos un montón de aviones comerciales, cuando el volumen de ricos y pobres disminuya, pero la proporción de desigualdad entre las orillas permanezca inalterable. Cuando las economías colapsen y las leyes de Darwin migren de la naturaleza a las camas de hospital y se sometan a su mismo postulado para quedar obsoletas dando el paso definitivo a las leyes de la selección financiera. Cuando el mundo sea el edén que el progreso se comió, cuando la democracia se limite a la política estudiantil y nadie busqué democratizar el buen estilo de vida.

      —En menos de doce meses estaré viviendo en la nueva civilización— dice sonriendo Pisarcik casi para finalizar el video. Y remata:

      —Creo que no me alcanzará la vida para ver el mundo reducido a cuatro mil millones de habitantes, pero me conformo con no cruzar mi camino con los más de tres billones— (así lo dice el pendejo)—que por hoy salen sobrando.

cesarelizodov@gmail.com

 


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Bandidos

 

Publicado el 15 de mayo de 2020

Por César Elizondo Valdez

Dadas las actuales circunstancias, se figura a si mismo como un furtivo Sean Connery o Steve McQueen en una de esas historias de ladrones, hasta el insólito clima brumoso pone su parte para eso. Demasiado tarde se percata de no traer puesto el cinturón de seguridad. Ha llegado hasta el retén y alcanzó a pasar la mascarilla del cuello a la boca; se asoma fugaz al espejo retrovisor, y su reflejo, ahora sí, asemeja a un bandido de película western más que al citadino de pandemia universal.

     Por instinto, al hacer alto total ante el agente voltea hacia el asiento contiguo donde está el periódico, y se fuerza una sonrisa que nadie observa debajo del cubrebocas al ver una fotografía donde aparecen gobernantes, médicos y encumbrados empresarios con indumentaria facial similar a la suya.

     —A ellos les sienta bien— dice apenas murmurando. Con las cejas enarcadas regresa su mirar hacia el agente y percibe en él la misma identidad de la fotografía y el espejo.

     El tránsito le indica con impaciente ademán que circule, así como director de orquesta cuando marca un tempo vivo. Se le suaviza la cara al superar el retén y le envuelve la ironía de la exigencia a enredar el rostro en una fétida máscara mientras el cuerpo se expone sin amarres ni seguros. Batalla para respirar normal al tiempo que unas gotas aparecen y descienden por su frente; va de nuevo el tapabocas al cuello.

     Llega al centro comercial y otra vez a detenerse ante el franjeado amarillo. Atraviesan familias enteras con carritos repletos de mercancía varia, no del todo abarrotera. Luego, pasa de largo la puerta principal del supermercado, aparca en la soledad del estacionamiento del lado de los locatarios, se estaciona en el primer lugar, inmediato a los pintados de azul. 

     No hace un repaso mental de lo que viene a continuación, lo tiene bien aprendido. Baja del auto, mira en todas direcciones para saber que nadie le sigue y se encamina sin disimulo y con descaro a una de las puertas de servicio.

     Empuja la barra horizontal de la puerta, ésta cede. Sus ojos se ajustan rápido a la leve oscuridad, brota en sus brazos sin mangas la piel de gallina y le tiritan los dientes al adentrarse en el grisáceo pasillo de bloques sin acabados ni aislantes. Camina y empieza a contar: una trampa para ratas, un acceso, otra trampa, segundo acceso, tercera trampa, y ahí está su puerta. 

     Gira de nuevo su mirada en todas direcciones antes de acercarse a la puerta, sin dejar de mirar a izquierda y derecha da un par de pasos al frente para llevar sus manos al candado, a puro tacto encuentra las cavidades necesarias, no necesita ver lo que hacen sus dedos para esta parte del trabajo; se escucha el chasquido de las trabes para liberar el arco del candado chino. Se introduce en el localito, cierra la puerta tras de sí. Checa su teléfono móvil, desliza su índice por la pantalla de una aplicación a otra y desde arriba hacia abajo; no tiene mensajes nuevos. Activa la lámpara de su teléfono y se dirige a donde debe estar el dinero. Abre sin problemas la tapa de un costado de la caja registradora, con sus dedos expertos encuentra la palanca que libera por mecánica el cajón de la gaveta, jala de ella y aluza. Encuentra el resplandor del dinero.

     Sale de ahí con igual sigilo. En el trayecto de regreso ve en un baldío a las mismas personas de la imagen del periódico entregando despensas para acortar las distancias entre los ricos y pobres, entre pandemia y tornados, entre elección y elección. Más allá observa grandes negocios abiertos con pancartas donde ostentan sus tecnicismos legales para seguir operando, y por andar de mirón, por poco choca con un autobús de transporte de personal llevando gente a la industria.

     Llega a lo que llaman hogar y le entrega el dinero a su pareja. Ella lo cuenta una y otra vez en franca urgencia y sus ojos pardos desorbitan mientras se inyectan de sangre.

     —¿De verdad es todo lo que nos queda? — pregunta.

     —Si, se acabó la caja chica. 

     Ya no se figura a Connery o a McQueen, ni a ladrón de cuello blanco, es solo un microempresario.

cesarelizondov@gmail.com

 


El día después de mañana (un día sin mujeres)

 

léelo en la edición digital de Saltillo 360


Publicado el 08 de marzo de 2020

Por César Elizondo Valdez

¿Debemos ser feministas? ¿O erradicar el machismo? Te confieso que no alcanzo a comprender a cabalidad de que va la importante fecha del día de mañana. Lunes nueve de marzo, un movimiento donde las mujeres no se moverán en protesta por una cultura donde la discriminación hacia ellas ha escalado hacia el maltrato y la vejación, el sexismo y violación, la invisibilidad y falta de garantías, hasta llegar al funesto feminicidio, término que indica el asesinato de un ser humano por el hecho de ser mujer, no por otra circunstancia.

     Habríamos de ser expertos en psicología y antropología para entender porqué los mexicanos hemos ido unos pasos más allá del resto de la humanidad en relación al machismo, esa condición que igual brota de una madre que es comparsa de sus hijitos varones, que de un sacerdote que justifica el adulterio masculino, o de una cervecería que no concibe sus eventos sin presencia de edecanes.

     Y claro, existen muchos matices entre lo arriba citado, pero seguro has escuchado aquello de “encierren a sus gallinas que mi gallito anda suelto”, o “si se lo dieras en casa no buscaría nada afuera”, o también la consabida de que, en convenciones de trabajo, así como en eventos deportivos se asegura un éxito cuando hay “atractivo visual”. Y quizás no sea tan claro ese hilo conductor, pero la dilatación de trabas o usos y costumbres abona un fértil terreno para que el machismo blanco despliegue sus alas hasta convertirse en crimen social.

     Pero ¿ya te diste cuenta? Me pongo a culpar a todos, menos a mi mismo, al hombre. Para mí, es fácil señalar a las madres que crían machos, o a la religión machista, o al vicio que lo fomenta. Pero ¿Qué hay de mí como varón? ¿A qué hora me hago responsable de mis actos y de mi libre albedrío? ¿Cuándo voy a ser un Hombre para dejar de ser un machito acomplejado?

     Insisto, hay mucha carga antropológica (entendida como estudio de ciencias sociales y cultura) en nosotros para llegar a ese machismo que deviene en feminicidio en su parte más extrema. Pero alguna capacidad intelectual habremos de tener para vencer esos instintos primarios que cuando no son encausados, evidencían nuestro origen animal.

     Por lo pronto, mañana por la mañana seré mudo espectador de la gesta de las damas. Pero pasado ese día, seré fuerte partidario de erradicar el machismo. Tengo para eso un buen guía: entre mis pocos haberes puedo contar un amigo, que, cual caballo de Troya, sin aspavientos ni gritos va sembrando una conciencia, sin pretender señalar, sin siquiera argumentar, con ejemplo suma adeptos. ¿Tú te lo puedes creer? Él no ve pornografía, y sabe cómo negarse a negocios y amistades que contrarían sus creencias. Él habla de raciocinio por encima del instinto, de la virtud de guardar por arriba de gozar, de la pareja y los hijos, del respeto a la mujer, no por ser condescendiente como mirando hacia abajo, es por respeto a la vida, mirando siempre hacia el frente.

     Mañana será otro día, y el día después de mañana, la vida será otra vida. 

cesarelizondov@gmail.com




 

 

 

 

 

Despertar Monterrosano


Cuando despertó, descubrió que había ganado el avión presidencial. ¿Puede haber un despertar más glorioso? ¿Puede un objeto simbolizar un anhelo? Llevar vida de Presidente, hacer gala de voluntad, pisar donde pocos llegan, posición y dominio, influencia y poder. Todo representado en un avionzote blanco que muy pronto estaría a su disposición. 


Igual a todos, en autopercepción, se consideraba un hombre decente. ¿Qué alcances puede tener un hombre decente con un avión presidencial? Las posibilidades le parecieron infinitas.

Pero las dificultades empezaron antes de reclamar el premio. Junto a la responsabilidad ganada con ese avión venían tantas más, imposibles de enumerar en un cuentito como este, que no supo ni por donde comenzar. Lo primero que hizo, en un arranque por romper con el pasado sin vislumbrar el futuro, y aún antes de recibir el premio, fue destrozar la casa donde lo pudo guardar. Fue el principio de una pesadilla de autodestrucción. 


Una vez que tuvo dominio sobre el avión, su ánimo empezó a dar bandazos desde un humor casi infantil, capaz de cautivar a muchos, hasta un cierto tipo de rabia que afloró resentimientos cuando alguien lo contradijo. Su comportamiento dio razón a los refranes y proverbios referentes al éxito y el poder que este conlleva. Rápido se alejaron de él amigos y compañeros, familiares y leales trabajadores. -Cobardes, envidiosos y rastreros-, decía de quienes se apartaron. Por supuesto, arribistas se acercaron buscando ser salpicados, pero fueron despedidos con la feroz concepción de las cajas destempladas, se apartaron cabizbajos y no exentos de rencor. Antes, mucho antes de lo anticipado aún por sus malquerientes, la soledad lo alcanzó con el avionzote blanco estacionado.


Sin saberlo conducir, sin pilotos de confianza, sin tener a donde ir ni con nadie convivir, decidió poner a la venta el avión sin haberlo disfrutado. No hubo cliente para tan ostentoso capricho. Intentó luego rentarlo: se lo tomaron a broma. Parqueado lejos de casa, sin cobertizo adecuado y a la intemperie, frente a poderes más irascibles y duros que elementos como el agua y el aire, el fuego y el barro, y ante ese puntual verdugo cuyo nombre es el de tiempo, fue que el avión dejó de ser un atractivo activo y se convirtió en pesado lastre. 


El tiempo avanzó, inexorable, y había que deshacerse de ese cáncer que le carcomía la existencia. No se le ocurrió nada mejor que rifarlo: un fracaso más a la sucesión de desafortunados eventos. A pesar de haber pobreza, hubo forma de darle un par de laqueadas blancas porque empezó a deslucir, se convirtió en un avión con varias capas de blanco. Pero nadie lo quería, quizás por su pálido color, siempre referenciado al elefante de Siam. El avión parecía embrujado, se había convertido en una maldición y terminó por aceptarlo así ante todo el mundo. Total, después de muchos intentos, ofrecimientos y guasas, no salió ni regalado; se le pudrió entre sus manos como al avaro mercante se le echa a perder la fruta que en su momento valió.


Al final, el avión ganado solo le sirvió para llegar volando a donde alguna vez prometió que se iría cuando las cosas fallaran: a su rancho. Llegó y se acostó temprano, y quiso soñar con mejores futuros y nuevos comienzos, con un pueblo bueno y cheques al portador, con una nueva oportunidad para dejar de lado al maldito y blanco avión; pero nunca volvió a soñar bonito, porque la vida da solo una oportunidad de ganar un avión presidencial, para saber negociarlo por penurias o bondades. Tuvo algunas pesadillas cuando se durmió en su rancho aquella primera noche. 


Y se llegó el día siguiente. Y cuando despertó, el avión todavía estaba ahí.


Y se llegó la semana siguiente. Y cuando despertó, el avión todavía estaba ahí.


Y se llegó el mes siguiente. Y cuando despertó, el avión todavía estaba ahí.


Y se llegó el año siguiente. Y cuando despertó, el avión todavía estaba ahí.


Y se llegó el régimen siguiente. Y cuando despertó, el avión todavía estaba ahí.


Y muchos años después, en la ancianidad forzada, sin poderes ni riquezas, malogrado y olvidado, abrió un nuevo libro de historia que en su mochila cargaba como una pesada ancla el más joven de sus nietos, y, el avión, estaba ahí.

cesarelizondov@gmail.com


Súper Bowl LIV


Publicaod el 31 de enero de 2020 en Saltillo 360


       Ya sabes hasta donde ha penetrado el fenómeno del Súper Bowl en nuestro país: el primer lunes de febrero no hay clases porque un día antes se celebra el campeonato de la NFL. Parece de risa, pero si es una prueba de como los populares festejos de la industria del entretenimiento decoloran a las efemérides de las gestas nacionalistas.

     Y pues también sabes que además de ser un apasionado del fútbol americano, soy un entusiasta seguidor de la NFL por ser la organización que para mi gusto debería incluirse en los planes de estudio de las carreras económicas. Me explico: me parece genial como logran en esa liga que sus participantes de todos los niveles obtengan grandes beneficios económicos a la vez que se procura la igualdad de oportunidades de éxito para los mismos protagonistas e inversionistas. Bastante intrincado profundizar aquí en cosas como el draft colegial, tope salarial, agencia libre, marcas registradas, boletaje y derechos de transmisión; pero basta saber que todo dentro de esa organización lleva como finalidad dos cosas: primero la generación de riqueza, y segundo, la igualdad entre sus competidores para no caer en el aburrimiento de ver cada año a Spielberg recibiendo el premio Oscar. Claro, dirás que los Patriotas se han pasado el siglo ganando el trofeo Vince Lombardi, pero esto se debe a que dentro del modelo de organización que es la NFL, los Patriotas resultaron ser un modelo de grupo triunfador.

Pero vayamos al juego de hoy: San Francisco contra Kansas City. Pues si nos vamos por la percepción que todos tenemos de las ciudades representadas, los Jefes nada tendrían que hacer aquí frente a los chicos del Golden Gate, pero ahí reside la grandeza del deporte. En la cancha son once contra once y nadie más entra. Y de ahí se desprende mi pequeño análisis: hoy por la tarde, cuando el tío necio se empeñe en casar una apuesta, no hagas caso de lo que dicen las líneas de apuestas, ya que estás reflejan el sentir de los aficionados que meten su dinero en Las Vegas y no el poderío real de los contrincantes, es decir, en muchas ocasiones los momios de las apuestas indican quien es más popular, no necesariamente quien es mejor.

Y para saber quién es mejor, pues ahí si hay que seguir a los expertos, cosa que tu servidor ha hecho durante las pasadas dos semanas, y el resumen viene a ser el mismo de siempre: entre una gran ofensiva y una temible defensiva, sigue imponiéndose la segunda; entre un equipo pasador y un conjunto corredor, sigue ganando el segundo; entre fuegos artificiales y plan de juego, el plan de juego prevalece. Todo lo anterior indica que los 49ers de San Francisco deberán unirse hoy por la noche al selecto grupo de los Acereros de Pittsburgh y los Patriotas de Nueva Inglaterra como los máximos ganadores del Súper Tazón con seis triunfos. Esto, a menos que el joven maravilla del deporte profesional, Patrick Mahomes, ponga alguna objeción, o que los imponderables definan el juego. 

Como cada año, te recomiendo ver este partido, estoy seguro que lo

 vas a disfrutar. Con solo ver el espectáculo que es Mahomes dentro

 de la cancha, valen la pena cinco horas sentado frente al televisor,

 no importa si nos tenemos que chutar las presentaciones de JLo y

 Shakira en el medio tiempo, ahí estaremos cerrando el maratón de

 Lupita Candelaria. 
  

cesarelizondov@gmail.com

Relectura de Pedro Páramo

Publicado el 19 de enero de 2020 en Saltillo 360

https://www.saltillo360.com/relectura-de-pedro-paramo


Experimentar tan brutal cambio de comprensión en una relectura fue frustrante. Dicen que nunca se vuelve a abordar un libro de la misma forma, que, dependiendo de diversos factores personales, un mismo individuo puede interpretar de distintas maneras lo plasmado por el autor. Cuestiones como la madurez del lector, su estado de ánimo y nivel de entendimiento, etapa de la vida y hasta estado civil afectan la manera de percibir una obra. Pero lo mío fue otra cosa. Primero te pongo en contexto: 

En algún verano de mi infancia pasé los días y las horas revisando los lomos de los libros en la biblioteca de mi padre, y desde esa democrática condición siempre ataviada de torpeza, la ignorancia, no sabía si las letras grandes en parcos tonos indicaban la autoría o el título de ese libro; era un pequeño enigma imposible de resolver leyendo solo los lomos.

¿Juan Rulfo sería el autor o ese era el nombre del libro? ¿O fue un tal Pedro Páramo el hacedor de Juan Rulfo? ¿Quién le dio el soplo de vida a quién? 

La curiosidad por desprender al personaje del autor fue suficiente para resolver el misterio con un simple vistazo a la contraportada. Pero la densidad del tema y el agreste estilo de Rulfo fueron demasiado para alguien acostumbrado a hojear las historietas de Archie y demás comics en edición colibrí, águila y avestruz, esos que conseguía con Toño “La Bola” en la calle de Victoria, pegadito al templo de San Esteban.  

Más tarde, durante adolescencia y juventud supongo que me pasó de noche en los estudios dar cuenta del libro más celebrado de la literatura mexicana. Pero en algún momento de la edad adulta se llegó la hora de leerlo. Claro que tampoco entendí gran cosa. 

Luego, ya un poquito más cansado y con cabello entrecano, con ayuda de internet profundicé en diversas críticas e interpretaciones a la obra, y aunque no llegué al entendimiento, por fin tuve una idea menos nebulosa de que iba todo aquello de ánimas y abandonos, de cacicazgos y muertos, de desamor y de odio. Y siendo una novela tan corta donde casi cabe la tesis de la unidad de impresión propuesta por E. Allan Poe, desde entonces me fue posible releerla en distintas ocasiones con el propósito de entender a cabalidad el significado y valor literario del texto. Por supuesto, continué sumido en las penumbras. 

Al margen te platico que incluso, alguna vez lo leí durante unas vacaciones en las costas de Colima; y pues si, de regreso me desvié para llegar al mítico Comala. Y no pienses que esa visita disipó mi incomprensión: me encontré con un bellísimo pueblo mágico con acequias y riachuelos, con frondosos árboles frutales y un clima benigno y acogedor, con fachadas bien dispuestas en frescos tonos de blanco. Nada que ver con el infiernito a donde su madre mandó a Juan Preciado.

Pero bueno, volvamos al origen, que para estar a tono viene a ser el final: pues resulta que en mi última visita a la bendita tierra que me vio nacer, tierra de mariachis y tequila, de fútbol y buen comer, tuve ese tipo de buena fortuna de levantarme temprano y encontrar las calles sin tráfico, luego llegar al mostrador y ser el primero en la fila, pasar sin contratiempos los puntos de seguridad y como consecuencia a la cadena de agraciados eventos, tener mucho tiempo disponible antes de tomar el vuelo de aproximación a mi amada tierra, tierra del sarape y de las nueces, de manzanas y conservas, de fábricas automotrices y un nutrido clúster de escritores. 

Así, en el afán de alejarme del bullicio y del sirenal coro de Covalin y Lacoste, de Scappino y de Domínguez, fue que descubrí al final de la sala de espera una acogedora biblioteca con tantos libros como dedos tienes tú. Mientras a mis espaldas los murmullos de una docena de personas competían por la atención de un atribulado barista de solo dos manos, frente a mí se encontraba sin demanda un anaquel de cinco estantes semi vacíos con libros tan variopintos como gente encuentras en un aeropuerto. Y con mis ojos de niño descubrí un lomo donde leí lo mismo de los veraniegos días frente al librero de mi padre: Pedro Páramo Juan Rulfo. Así, sin puntuaciones y solo con distinta fuente de letras para diferenciar un nombre del otro.

Lo tomé sin pensarlo mucho, seguro de encontrar algo diferente en esta nueva lectura; busqué el mejor sitio en alguna de las bancas diseñadas en formas de media luna: todos los lugares estaban disponibles mientras escuchaba, lejano, el alegre tintinear de las cajas registradoras por todo el corredor de la sala de espera. 

Me senté y programé una alarma en mi reloj para asegurarme de no perder el vuelo por estar absorto en la lectura; y abrí en la primera página, seguro de encontrar el envolvente inicio de la historia. Y lo que encontré fue esto: “Je suis venu á Comala parce que j´ai appris que mon pére, un certain Pedro Páramo”. Y de ahí para adelante, no entendí ni santa madre. 




Un taco de chilaquiles


Publicado el 05 de enero de 2020





Ya nada me sorprende. Por ello ni me inmuté cuando leí en el menú de la fondita cual es la especialidad de la casa: tacos de chilaquiles. Lo pensé durante un momento antes de decidir si le entraba a esa barroca experiencia. 


Pero no vayas a pensar que me las doy de purista, conocedor o de snob; sí le entro con singular alegría al pleonasmo literal de las quesadillas de queso, o también al pleonasmo culinario llamado guajolota, ese capitalino invento que consiste en meter un tamal adentro de un bolillo. 


Pero hay para todos los códigos postales: los franceses dicen que en américa no sabemos apreciar los buenos vinos porque las uvas de calidad nunca deben ser mezcladas, mientras en Italia no conciben la bomba calórica de un flan bañado con cajeta Coronado y con pedacería de corazón de nuez esparcida por el plato; y por supuesto, che, que un buen asado de carne pampero no debía terminar envuelto en una tortilla. Pero, como dijo Lucerito: ¿Y? Así nos gusta a nosotros, y ellos le han de meter refresco de toronja al tequila, que no es algo así como el canon. 


Pero el asunto aquí no es la comida ni los desfiguros que somos capaces de hacer los mexicas con tal de llenar la panza y agradar al paladar. Lo culinario (no es albur, para los no leídos) sirve de referencia para ilustrar cosas más importantes dentro de la vida nacional, pero que igual se convierten en penosos pleonasmos a la hora de ubicar todo en correcta dimensión.  


En contra de la opinión de mi editor, de mi madre y de mis hijos, ahí voy de nuevo a la incorrección política: dime si no es una redundancia que rima con camada eso de tener un montón de procuradurías tamaño Luxemburgo que, dicho sea de paso, igual que ese paisito europeo, las procuradurías satelitales son demasiado estrambóticas en sus denominaciones, así sean de talla XS en su accionar, distinto a China por ejemplo, nombre pequeño pero nación grandotota. 


Pareciera que la Constitución dicta que cada nuevo gobierno ha de crear una nueva procuraduría. Porque nos hemos ido llenado de oficinitas cuya misión parece ser dejar la responsabilidad en el aire. Ya sabes lo que dicen: si quieres que algo no se resuelva, reparte el poder.


¿No debería la Procuraduría General dar respuesta a todos por igual? A mujeres, niños, adulto mayor, varones, minorías raciales, creyentes o ateos, heteros u homosexuales, estudiantes o trabajadores. Pero no, hacen una torta de tamal y deciden abrir procus como si fueran Oxxos, y entonces se pulveriza la responsabilidad porque no saben si mandar el caso a donde atienden niños o a donde al adulto mayor, porque el niño hizo pisa-y-corre en la tiendita del anciano. O si a la de la mujer o a de los migrantes, porque una mujer migrante denuncia maltrato de otra dama. Si ya no sorprende un taco de chilaquiles, tampoco ha de sorprender que algún día nazca la Procuraduría para Señores arriba de treinta años, zurdos, de piel morena y pie chico, con lunar de tablilla en la espalda, de ojos oscuros, cabello rizado y dentadura sarrosa.


Pero en fin, supongo que todo esto de tener tantas sub-oficinas para lo que debiera hacer una sola obedece a nuestra idiosincrasia retorcida más que a la voluntad de resolver conflictos y procurar la justicia; así como una torta de tamal nace de la necesidad de llenar la barriga pero jamás de nutrir al organismo. Y claro que engorda mucho, pero su aporte no va más allá de la supervivencia inmediata del sistema.


Se acaba el espacio y la paciencia, así que para finalizar con menos tedio te platico de mi desayuno en aquella curiosa fondita: me sirvieron mis tacos de chilaquiles... en tortilla doble, una fanta de naranja y una salsa tatemada deliciosa. Ya empezaba a morder el taco cuando llega de nuevo el mesero con la guarnición al centro de la mesa: una canastilla con totopos ¡¡



El efecto Diderot


Publicado el 29 de diciembre de 2019

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En el ánimo de no cambiar de guardarropa por un aumento de tallas, empieza uno a correr porque no ocupa más que el par de tenis arrumbados en el fondo del armario desde antiguas navidades. Pero en la primera vuelta a la Ruta Recreativa se percata de una cosa: no solo hay que ser corredor, también hay que parecerlo. 


Y cambia los viejos tenis de confección nacional por los nuevos Nike que lo hacen a uno flotar, y subimos a las pantorrillas para encontrar unas ajustadas medias de compresión, ya no las calcetas blancas de elástico dilatado como andares de un obispo; shorts desprovistos de bolsillos para cortar bien el viento desde un aerodinámico torso cervecero, la camiseta dry fit para no andar con espalda y sobacos mapeados por el sudor, no le hace que por debajo estemos de golondrinos como el primer Aureliano; harto bloqueador solar para no agarrar un cáncer de esos que mata a los güeros, va la gorrita coqueta, de marca y look europeos, escondiendo el despeinado. La joya de la corona: el reloj que marca calorías y la frecuencia cardiaca, distancias y elevaciones, y quien sabe que tanto más, porque hasta en bodas y funerales lo trae uno presumiendo. 


Es el efecto Diderot, y no es nada nuevo. Fue hace un cuarto de milenio (ojo, dije milenio, no siglo) que el filosofo francés Denis Diderot escribió un relatito llamado “Lamento por mi bata vieja”, en el cual el personaje hace el recuento de una cascada de gastos incurridos luego de recibir una lujosa bata como regalo: sábanas acordes con la fina tela de su bonita bata, almohadones a juego con sábanas, colchón de la mejor manufactura y una cama excepcional para no desentonar, empapelar las paredes, hacerse de cuadros caros y elegantes gobelinos, más y mejor mobiliario; en fin, una espiral infinita que lo dejó en la miseria. 


Ya vamos aterrizando. En época post-navideña, iniciamos con las pilas para que funcionen los juguetes eléctricos, los vestuarios y accesorios de las Barbies o el casco para la bici, los dijes y las pulseras complementan los aretes, ¿y para el set de la carne asada?, hay que comprar asador. Que felicidad cuando al balón de futbol solo había que agregarle un montoncito de piedras para hacerlas porterías y ya; con camiseta del PRI o la heredada del viejo, nada de esperar a que llegue la del Barza para meter autogoles. 


Pero bueno, no se trata de aguar la fiesta del despilfarro luego de recibir los regalos. De hecho, soy un gran creyente del consumismo: considero que un planeta con más de siete mil millones de personas no puede ser sustentable en lo económico sin el fenómeno del dispendio tan bien sembrado desde el mítico Bilderberg o la realidad de Davos, que viene a representar lo mismo. Porque si lo piensas un poco, así es como debe ser: para que nos llegue la señal de Netflix debemos enviar aguacates desde Michoacán hasta Michigan, para tener un celular made in China debemos enviar petróleo a no se que otra parte del mundo; y debemos atiborrar de tequila a medio Europa para que los suizos nos envíen esas navajitas rojas. 


Autos salen de Coahuila para el mundo al tiempo que tulipanes se cosechan en Holanda. Y ya no hay vuelta hacia atrás. Si dejasen los gabachos de vendernos espejitos y nosotros de proveerles café, a la vuelta de la esquina estaríamos acá matándonos por un chocolate Hershey´s y por allá expandirían su repudio hacia si mismos al encontrarse de pronto que no son inmunes a Darwin. Luego, en vez de tener programadas guerras por la riqueza que significa el petróleo, habría espontaneas matanzas por la supervivencia que el grano de arroz representa, y así como nuestra especie exterminó a los primos neardentales en ese camino evolutivo de tantas ramificaciones pero de solo un destino, alguna raza o región terminaría por imponerse sobre sus hermanos de distintos continentes. Y a manos del más fuerte podrían desaparecer asiáticos o africanos, oceánicos y europeos, y, aunque nadie desea que desaparezcan los americanistas, si queremos que pierdan hoy por la noche (Saludos Compadre Arturo).  


Pero entonces, ¿Cómo conciliar una necesidad común para el equilibrio mundial como lo es el consumismo, con la responsabilidad de no caer en lo particular en el efecto Diderot? No lo sé. Si lo supiera, andaría dando respuestas en lugar de hacer preguntas.    


cesarelizondov@gmail.com




El Patio de mi casa


Publicado el 27 de octubre de 2019






Hoy regresé a lo que fue un importante lugar de esparcimiento durante mi niñez. Me pareció tan grandioso en lo simbólico como pequeño en dimensión el resbaladero donde tantas veces me figuré estar en la cúspide del Everest, sobre la superficie lunar o encima de una colina con una espada en la mano. Y si he de serte sincero, diré que aun a través del lente de la nostalgia que lo bonito lo agranda y los defectos descarta, ese espacio de vivencias infantiles me pareció mejor conservado a como lo recordaba.


¿Lo puedes imaginar? Herencia de no sé cuándo, tenía a mi disposición una biblioteca incrustada ahí adentro entre empedrados y fuentes, en medio de muchos árboles de hoja caduca y de otros que no deshojan, y un puñado de frutales. Era terreno vedado por autocensura en aquellos años: le temía más a romper el silencioso palpitar de una biblioteca que a romper la inocencia intentando robarle un beso a las niñas con quienes alguna vez compartí columpios en las tardes veraniegas o en mañanas de domingo. 


En un tiempo mi padre fue funcionario público y absorbí la información que él veía y leía de periódicos locales, razón por la cual en variadas ocasiones pude reconocer la adusta visita de gobernadores y alcaldes, diputados y senadores, a ese remanso de paz y bellas coplas de pájaros que por unas horas se convertía en un recital de grillos, cuyo sonido asemeja tanto al de los alacranes. Y créeme, ahora hasta notas musicales escuché.


No corrían los tiempos de hoy, y no era mal visto tener animales en cautiverio. Por supuesto, hubo una jaula que fue alternada vivienda de un águila y de un buitre negro, de osos y venaditos, de zorros y de coyotes, y quien sabe que tanto más. Llegaron con plumajes y apostura, con la mirada salvaje, con sus colmillos y pieles; y cuando se los llevaron, salieron con párpados derrotados, dientes chatos y sin garbo, con sus plumas apagadas o un triste pelaje ralo.


Como un relojito suizo, justo al cumplir los doce años, cuando la vida comienza a tomar la velocidad de la fórmula uno en los sinuosos caminos de una bicicleta de montaña, a mis padres les dio por cambiar de domicilio, y el hogar se fue conmigo, pero la casa ya no. Seguro que en la mudanza se perdieron tantas cosas: yo no puedo presumir de pericias juveniles evocadas por Cortez a la sombra de su árbol, simplemente no sucedió igual en mí caso como seguro les pasó a otros. Atrás quedó también el viejo estanque de pocos patos y alguna muerte, sucedió en la madrugada de un funesto día para una familia saltillense mientras nosotros vacacionábamos. 


Y hoy, en ese regreso a lo que fue el patio de la casa de mi infancia, no me ganó la añoranza para medirme en altura con el gran resbaladero, no fue que me haya estirado, el mundo se comprimió. Pero me fue imposible evitar otra cosa: hurgué hasta el fondo de esos bolsillos que cuando niño guardaron de tuercas y corcholatas, y hoy parecen coladeras, no fue tanta la penuria y aparecieron diez pesos; fui hasta el borde de una fuente, y con más escepticismo que con la ciega esperanza, en contra del raciocinio pero a favor de la fe, pedí por un montón de intenciones, y entre todas ellas, pedí en especial por ti, que los domingos me lees y eres por quien escribo. Lancé el dinero hasta el fondo.

Ahí duerme mi moneda en el patio de mi casa, en el fondo de una fuente, de la Fuente de las Ranas. Si, yo viví en la zona centro de la ciudad de Saltillo, habité en casa modesta, pero el patio de esa casa, era toda la Alameda.