La Selva

Publicado el 04 de Enero de 2015 en 360 La Revista, de Vanguardia

    Recordé aquella película que se ha convertido en referente para entendernos como mexicanos: Mecánica Nacional. Comprobé nuevamente que nuestra educación, cultura, raíces e idealismos son reflejados por nosotros los mexicanos de formas que ni siquiera imaginamos, esta es una pequeña historia que se repite cada día, en cada ciudad del país.

     Era un día como cualquier otro, tan normal era ese día que creo haberlo vivido cientos de veces; tenía que hacer algunas compras y me dirigí en mi automóvil al supermercado. Como hombre de esta época, iba con el tiempo encima. Cuadras antes de llegar escuché el molesto ruido de una sirena.

 - Que mala suerte,- me dije -lo que menos necesito en estos momentos es darle el paso a una ambulancia-.

    En eso me percaté que venía detrás de mí y entendí mi oportunidad. Ya no sonaba tan molesto, el ruido se había transformado en canto de la sirena. Empecé a sonar el claxon, hice gala de humanismo, dejad pasar los heridos, era el mensaje que enviaba. Supe que sintió Moisés cuando ante mi se abrió el tráfico, así que me aproveche del camino que se despejaba. Primero ceder el paso, después pegarse detrás de la ambulancia, enseguida se pisa el acelerador y con cara de angustiado se hace como que uno sigue la procesión hasta el hospital. Dos minutos debí ahorrar gracias a aquella emergencia, dios bendiga a los enfermos.

     Ingresé al estacionamiento del supermercado que como de costumbre estaba totalmente lleno. Así que empecé el ritual de gastar gasolina dando vueltas por todas las filas para acomodar los vehículos en batería; al final del lote quedaban tres lugares disponibles, eran los más alejados a la entrada de la tienda y los rechacé al igual que la docena de automovilistas que buscaban el lugar más cercano posible en un afán de economizar pisadas, así perdieran todo el tiempo y combustible de que disponían. Después de varias vueltas observe que una familia salía del local, cada miembro de aquel clan cargaba una bolsa, como cazador furtivo, cuidadoso de no hacer ruido y de no parecer impaciente, sostuve la velocidad en lo más lento que pude para ir flanqueando a aquella familia hasta su automóvil. Y así llegamos hasta el final del estacionamiento, solo para verlos salir e irse a sentar en la parada de autobuses.

    Otra vez buscar lugar, ya con algo de impaciencia mis modales sucumbieron. Fue en una intersección donde  pude sentir la mirada de una mujer madura, tenía yo el honor del paso, pero bien lo podía ceder. Aquella dama esperaba un acto caballeroso, pero lo único que logró, fue saber que yo la ignoraba; está es la selva, pensé, yo tengo que ver por mí, ¿por ella?, no es mi problema, que por ella vean sus hijos, o su iglesia, o el Estado.

     Otras vueltas por ahí.... Por fin, la oportunidad, un joven su subía a su auto justo cuando yo pasaba. Me quedé yo por un lado, por el otro, otro vehículo, no veía al conductor, pero el querría mi lugar, a mí me pertenecía, por nada lo perdería. Mientras tanto aquel joven disfrutaba su momento, se sabía poderoso pues tenía a dos a su merced, con sus aires de nobleza primero admiro su coche, sabía que lo esperaríamos, gozaba al vernos sufrir, se subió como si fuera anciano, lento a pesar de su juventud; una vez estando adentro, vio primero sus espejos, ¡como si alguien los moviera mientras el hacía sus compras¡ Después encendió la radio, algo importante iría a oír; después la calefacción, pobre tipo, tendría frío; por supuesto el cinturón, era lo único importante; y por último se peinó, la apariencia es trascendente.

     Finalmente arrancó su auto, a pesar de los pesares, buena cara le di yo. Y es que esto ya no era la selva, esto es civilización. Amablemente le di el paso, pues me cedía su lugar, por fin me estacionaría, ya podría yo hacer mis compras; en eso pensaba cuando me di cuenta del auto que estaba enfrente: Otra vez esa mirada, otra vez la anciana dama. Esta vez no pude esquivar su penetrante mirar, y está vez me suplicaba, con sus ya cansados ojos, el lugar para su auto, un lugar para sus años. Esta es la selva, pensé, aquí es la ley del más fuerte. Y como soy el más fuerte, escogí darle el lugar.


cesarelizondov@gmail.com

Serendipity

Publicado el 21 de Diciembre de 2014 en 360 La Revista, de Vanguardia

     Si la serendipia existe, mañana estaré desactivando mis cuentas de Facebook, twiter, teléfono celular, correo electrónico y cualquier otro medio para ser localizable. La serendipia se entiende como una forma de casualidad afortunada, una especie de golpe de suerte por algún tipo de señal, como una providencia inesperada.   

    Hay un lugar en el upper east side de Manhattan, a unas cuadras de la entrada frontal de Central Park, en dónde está ubicada una cafetería llamada Serendipity 3. De ahí toma su nombre e inicia la historia de una película ligera en la cual un libro de García Márquez tiene su rol en la trama.

     Pero volviendo a mi serendipia, te platico que el sábado por la mañana desperté tarde y con las secuelas del tipo de posadas más apegadas a las filosofías paganas del tío Sam que a los adustos festejos cristianos. Ignoro si por la madrugada el boiler se apagó solo o si alguien de mi casa urdió el maquiavélico plan de hacerme pasar un mal rato en venganza por no sé qué cosa. Arrastrando las pantuflas recorrí la casa en busca de cerillos o encendedor y maldije una vez más a los inventores de los dispositivos de encendidos electrónicos que hacen cada vez menos necesarios a los tradicionales fósforos, esto en perjuicio de fumadores y gente que gusta de encender el boiler.

      Salí a comprar un encendedor y me dirigí al supermercado más cercano para aprovechar y conseguir algo de comer que ayudase a mi organismo para enfrentar una mañana no exenta del trabajo cotidiano por la naturaleza de mi oficio. Con algunos víveres me formé en la fila de las llamadas cajas rápidas. Había tres personas delante de mí y la señorita cajera parecía no comprender el significado de rápido. Espere impacientemente mientras veía con desesperación como una especie de ley de las filas de Murphy se cumplía cabalmente: Por todas las cajas registradoras avanzaban los clientes con eficacia propia de reloj suizo mientras acá esperábamos a que un cerillo (vaya ironía) fuese al departamento de medias a checar un precio que no venía marcado en la prenda. Finalmente llegó mi turno. Y claro, en las cajas rápidas no tenían muebles exhibidores o displays como en las cajas normales; no había encendedores.

     Regresé al interior de la tienda y esta vez me formé en una de las cajas tradicionales, de esas que están flanqueadas por anaqueles repletos de hojas de afeitar, gel antibacterial, cepillos de dientes e hilo dental (del de los dientes, no del otro), revistas, chocolates, pilas, y claro, encendedores. Pero no contaba con que la señora que me antecedía tenía la intención de hacer valer y ejercer sus tres minutos de poder semanal, esa fracción de momento en que el cliente tiene aún el dinero en su poder y enfrente hay alguien con la consigna de servirle de la mejor forma posible, ese efímero momento en el que todo el yugo semanal de recibir y acatar órdenes en el trabajo se transforma mágicamente en tener la sartén por el mango y no solo tener el poder del consumidor, sino además la razón que al cliente siempre le asiste; ese momento que buscamos extender lo más posible porque sabemos que una vez que soltemos el dinero, junto con él desaparecerá el fugaz y pequeño coto de poder que nuestros consumos nos proveen.

       Eterna se me hizo la espera: Como si no supiera lo que venía a continuación, la señora preguntó dos veces por el total de su compra; luego, con una calma digna de burócrata en lunes, abrió su bolso y lentamente busco adentro su cartera. Volvió a preguntar cuanto había de pagar y sacó una tarjeta bancaria para liquidar. Una, dos, tres veces fue rechazada la tarjeta ante la insistencia de la señora de volver a intentar…. Y de repente, con una ensayada sonrisa que delataba su felicidad de extender al máximo su momento, anunció cándidamente que se había equivocado de tarjeta. Mi desesperación era total porque además me urgía ir al baño.  Del dos.

       Con prisas pagué mi encendedor tan pronto se fue la señora y me dirigí a los sanitarios que estaban justo enfrente de la caja. Pensarás que en el colmo de los males no había papel, pero esta vez no fue así. Y como rey sentado en su trono, tuve por primera vez un momento de calma esa mañana. Me serené y entendí que la vida es así, que debemos ir al ritmo de ella y no pretender que la vida se ajuste a nosotros.

     Salí, debo decirlo, en más de un sentido aliviado de aquel baño. Y justo en ese momento abrían la ventanilla de un negocio en una isleta del centro comercial, y fue ahí que pensé en la serendipia: Un boiler apagado, sin cerillos en casa, una lenta fila para no encontrar encendedor al pagar, otra lentísima espera tras una señora sin prisas, una urgencia de visitar un baño público; todo para llegar exactamente al momento en que abrían la ventanilla del expendio de Lotería Nacional.

    No creo en la suerte. Mi definición de buena suerte es cuando el trabajo, la preparación, la inteligencia y la oportunidad cruzan sus caminos, por eso pienso que es improbable ganar el Melate este domingo. Pero si la serendipia existe, mañana me desaparecería por un tiempo para pasar unos días en Nueva York y visitar el Serendipity 3, y ordenar ahí un postre de contenido calórico suficiente para una semana. Y si acaso no existen o no se me dan ese tipo de cosas, permaneceré haciendo lo que hasta hoy, y pasaré las navidades en Saltillo, y comeré las empanadas del Merendero, del Roble, de la Reina o de Mena. Lo cual tampoco está nada mal.



¿Santa Claus existe?

Publicado el 14 de Diciembre de 2014 en 360 La Revista, de Vanguardia

      Para Gilberto A. y familia, que recién pasaron por esto.

   -Papá, ¿Santa Claus existe?-

   -¿Qué dijiste?- respondí. Había escuchado perfectamente la pregunta pero trataba de ganar tiempo en ese ordenar de ideas para lograr dar con la respuesta adecuada para la duda existencial más importante de mi hijo durante la primera etapa de su vida.

   -Es que en la escuela me dijeron mis amigos que Santa Claus no existe, que tú eres quién me compra los regalos, que los escondes para que no los vea, y que, en algún momento de la Noche Buena, te las arreglas para ponerlos debajo del árbol navideño para que yo los encuentre al despertar por la mañana.

   -Bueno hijo,- le dije- te voy a decir la verdad, espero que la comprendas:

    Una parte de la misión de mi vida tiene que ver con ser tu padre, y lo más importante de esa parte es velar por tu felicidad, lo cual va estrechamente ligado a tu formación como ser humano. A grandes rasgos, la formación se da en base a principios que cada familia escoge o privilegia, y los nuestros han sido vivir en la realidad; esto quiere decir que hemos escogido llevar una vida de acuerdo a nuestra condición económica, social, cultural, religiosa y familiar. Esta forma de llevar las cosas a menudo nos impide obtener todos aquellos satisfactores materiales, emocionales o espirituales que deseamos y en ocasiones incluso, necesitamos.

     Así, como tengo que mantener una disciplina durante todo el año para cuidar de nuestro presente y el incierto futuro, me es imposible darme el lujo de comprar felicidad cuando en el supermercado me pides que llevemos el juguete que tanto te ha gustado; o cuando apruebas tus calificaciones en la escuela y mi primer impulso es darte una recompensa por tu esfuerzo, pero termino por admitir que tener éxito en los estudios no debe ser una cuestión de excepción, sino de obligación; o cada vez que salimos en familia, hago grandes esfuerzos para no caer en la sugestiva trampa de comprometer los recursos que están destinados para seguir subsistiendo en nuestro ámbito; igual pasa cuando planeamos que hacer con el tiempo de vacaciones, donde invariablemente ajustamos buena parte de esos días para que realicemos tareas que no son de tu completo agrado, pero que debemos alternarlas con el ocio y esparcimiento; o cuando tú y tus hermanos se quedan en espera de que su padre abandone el trabajo para jugar todo el tiempo con ustedes.

      En suma, mi labor como padre se asemeja mucho más a la de alguien que pone las trabas, de alguien que tiene siempre la encomienda de ser el aguafiestas, de poner el contrapeso que impide que todos los impulsos y deseos se hagan realidad. Pero todo, hijo mío, aunque hoy te parezca una gran y ridícula mentira, es en la búsqueda de forjar seres humanos felices que sean dignos de vivir en este mundo.

      Es por eso, que con el paso del tiempo los jefes de familia hemos tomado como pretexto el nacimiento del niño Jesús para poder romper por una sola ocasión al año el yugo que frena los deseos que nacen de muy adentro del corazón, pero que por responsabilidad debemos contener en la mayoría de los casos. Es de alguna manera simbolizar con regalos lo que con palabras y aparentes buenas acciones no alcanzamos a decir todos los días, es tratar de equilibrar en una fecha lo que durante toda la vida nos hace parecer duros, avaros, exigentes. Es por eso que hemos inventado un personaje inspirado en alguien que efectivamente existió, porque así, cuando nos transformamos en Santa Claus o Papa Noel, podemos lograr lo que nuestra condición de padres de familia nos impide hacer normalmente: Dar rienda suelta a nuestros impulsos y deseos por demostrar materialmente amor a nuestros hijos sin restricciones y sin caer en la complacencia de una deficiente formación humana.

     Es por todo lo anterior hijo, que lo que te dijeron es en parte verdad ya que efectivamente soy yo quién consigue tus regalos cada navidad; pero también es cierto que Santa Claus existe, y es que en tu caso soy yo. Así es que recuérdalo siempre: Seguiré cumpliendo mi deber de procurarte la mejor formación por más difícil que esto sea para ambos, pero también debes saber que durante toda tu vida, el mejor regalo no será el ostentoso o modesto juguete que recibas del decembrino Santa Claus, sino el testimonio de amor que tendrás de tu padre día tras día durante todo el año.

       Pero también quiero que sepas algo más, y es que como tu padre, siempre conservaré para ti guardado ese disfraz rojo de las botas negras, con la barba blanca y las botonaduras de oro.


cesarelizondov@gmail.com