Serendipity

Publicado el 21 de Diciembre de 2014 en 360 La Revista, de Vanguardia

     Si la serendipia existe, mañana estaré desactivando mis cuentas de Facebook, twiter, teléfono celular, correo electrónico y cualquier otro medio para ser localizable. La serendipia se entiende como una forma de casualidad afortunada, una especie de golpe de suerte por algún tipo de señal, como una providencia inesperada.   

    Hay un lugar en el upper east side de Manhattan, a unas cuadras de la entrada frontal de Central Park, en dónde está ubicada una cafetería llamada Serendipity 3. De ahí toma su nombre e inicia la historia de una película ligera en la cual un libro de García Márquez tiene su rol en la trama.

     Pero volviendo a mi serendipia, te platico que el sábado por la mañana desperté tarde y con las secuelas del tipo de posadas más apegadas a las filosofías paganas del tío Sam que a los adustos festejos cristianos. Ignoro si por la madrugada el boiler se apagó solo o si alguien de mi casa urdió el maquiavélico plan de hacerme pasar un mal rato en venganza por no sé qué cosa. Arrastrando las pantuflas recorrí la casa en busca de cerillos o encendedor y maldije una vez más a los inventores de los dispositivos de encendidos electrónicos que hacen cada vez menos necesarios a los tradicionales fósforos, esto en perjuicio de fumadores y gente que gusta de encender el boiler.

      Salí a comprar un encendedor y me dirigí al supermercado más cercano para aprovechar y conseguir algo de comer que ayudase a mi organismo para enfrentar una mañana no exenta del trabajo cotidiano por la naturaleza de mi oficio. Con algunos víveres me formé en la fila de las llamadas cajas rápidas. Había tres personas delante de mí y la señorita cajera parecía no comprender el significado de rápido. Espere impacientemente mientras veía con desesperación como una especie de ley de las filas de Murphy se cumplía cabalmente: Por todas las cajas registradoras avanzaban los clientes con eficacia propia de reloj suizo mientras acá esperábamos a que un cerillo (vaya ironía) fuese al departamento de medias a checar un precio que no venía marcado en la prenda. Finalmente llegó mi turno. Y claro, en las cajas rápidas no tenían muebles exhibidores o displays como en las cajas normales; no había encendedores.

     Regresé al interior de la tienda y esta vez me formé en una de las cajas tradicionales, de esas que están flanqueadas por anaqueles repletos de hojas de afeitar, gel antibacterial, cepillos de dientes e hilo dental (del de los dientes, no del otro), revistas, chocolates, pilas, y claro, encendedores. Pero no contaba con que la señora que me antecedía tenía la intención de hacer valer y ejercer sus tres minutos de poder semanal, esa fracción de momento en que el cliente tiene aún el dinero en su poder y enfrente hay alguien con la consigna de servirle de la mejor forma posible, ese efímero momento en el que todo el yugo semanal de recibir y acatar órdenes en el trabajo se transforma mágicamente en tener la sartén por el mango y no solo tener el poder del consumidor, sino además la razón que al cliente siempre le asiste; ese momento que buscamos extender lo más posible porque sabemos que una vez que soltemos el dinero, junto con él desaparecerá el fugaz y pequeño coto de poder que nuestros consumos nos proveen.

       Eterna se me hizo la espera: Como si no supiera lo que venía a continuación, la señora preguntó dos veces por el total de su compra; luego, con una calma digna de burócrata en lunes, abrió su bolso y lentamente busco adentro su cartera. Volvió a preguntar cuanto había de pagar y sacó una tarjeta bancaria para liquidar. Una, dos, tres veces fue rechazada la tarjeta ante la insistencia de la señora de volver a intentar…. Y de repente, con una ensayada sonrisa que delataba su felicidad de extender al máximo su momento, anunció cándidamente que se había equivocado de tarjeta. Mi desesperación era total porque además me urgía ir al baño.  Del dos.

       Con prisas pagué mi encendedor tan pronto se fue la señora y me dirigí a los sanitarios que estaban justo enfrente de la caja. Pensarás que en el colmo de los males no había papel, pero esta vez no fue así. Y como rey sentado en su trono, tuve por primera vez un momento de calma esa mañana. Me serené y entendí que la vida es así, que debemos ir al ritmo de ella y no pretender que la vida se ajuste a nosotros.

     Salí, debo decirlo, en más de un sentido aliviado de aquel baño. Y justo en ese momento abrían la ventanilla de un negocio en una isleta del centro comercial, y fue ahí que pensé en la serendipia: Un boiler apagado, sin cerillos en casa, una lenta fila para no encontrar encendedor al pagar, otra lentísima espera tras una señora sin prisas, una urgencia de visitar un baño público; todo para llegar exactamente al momento en que abrían la ventanilla del expendio de Lotería Nacional.

    No creo en la suerte. Mi definición de buena suerte es cuando el trabajo, la preparación, la inteligencia y la oportunidad cruzan sus caminos, por eso pienso que es improbable ganar el Melate este domingo. Pero si la serendipia existe, mañana me desaparecería por un tiempo para pasar unos días en Nueva York y visitar el Serendipity 3, y ordenar ahí un postre de contenido calórico suficiente para una semana. Y si acaso no existen o no se me dan ese tipo de cosas, permaneceré haciendo lo que hasta hoy, y pasaré las navidades en Saltillo, y comeré las empanadas del Merendero, del Roble, de la Reina o de Mena. Lo cual tampoco está nada mal.



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