Para lo que sirve un padre

 

—Y... ¿ganaste la pelea?,¿cuándo fue eso?— preguntó mi padre al no poder esconder los nudillos desgarrados cuando hundí mi cuchara en el plato pozolero.

Quise sumergir la cara dentro del puchero de res. A muy corta edad uno aprende que papá ni cuenta se da de los fiascos del amor y mamá jamás sospecha que peleaste en el recreo, al tiempo que la madre ve desde lejos la herida en el corazón y el padre reconoce las cicatrices externas porque parecen herencia.

Unos meses antes, sucedió algo que desembocó en esa charla.  

Lo bonito de ser opinador y no analista, es que tomas los hechos con el fin de conceptualizar, sin la necesidad del rigor en nombres y números, fechas y lugares para puntualizar o demostrar. Es posible que algunas cosas sean inexactas de lo que viene a continuación, pero la idea es esa, diría el Chapulín Colorado.

Era la época en la que, si de las clases de sexualidad que eran nuestro genuino interés no habíamos aprendido nada, menos entendidos éramos para otras cosas relacionadas con biología, pero nos apasionaba el deporte. Velasco era quien organizaba toda la cuestión deportiva en mi escuela. Aunque de mi generación salieron hasta unos campeones nacionales, supongo que la finalidad de Velasco era la formación humana más que la excelencia deportiva, porque cualquier entrenador actualizado dirá que si mezclas avanzados con principiantes, la tendencia será que los malos contagien a los buenos, nunca al revés.

Pero Velasco nos ponía a competir a niños de primero de secundaria sin cabello en las axilas, con bigotones alumnos a punto de entrar al bachillerato. Y bueno, siempre se me dio eso de ser como un cachorro chihuahua ladrándole a los rottweilers.  

Total, que ahí estaba yo, chaparro de nacimiento, con desarrollo tardío y doce años de edad, ganando un rebote perdido en el basquetbol ante un equipo de los mayores. Escuché a mis espaldas, a lo lejos, el grito de alguien pidiéndome el balón. Adiviné que estaba al otro extremo de la cancha, así que hice un movimiento como si fuera un atleta olímpico de lanzamiento de disco, y al voltear hacia el frente con la pelota saliendo de mi brazo con toda la inercia del cuerpo, me encontré con Moy (al día de hoy no sé si ese era su nombre, apellido o apodo), el alumno más alto de toda la secundaria, con los brazos en alto, listo para bloquear mi pase. Él era tan alto, y yo tan bajito, que estrellé el balón a la altura de sus costillas. Hasta aquí lo sucedido en la duela (es un decir elegante, jugábamos sobre asfalto).

Semanas más tarde, una de esas noticias que recuerdas toda la vida en que lugar y con quién estabas cuándo te enteraste, sacudió a toda la escuela: Moy había fallecido. Recuerdo a alguien decir que murió de cáncer pulmonar.

De regreso a la mesa con mi padre:

—No voy a hablar de eso Papá.

—No importa hijo, solo quiero saber si te defendiste bien. No te he enseñado a agredir, pero sí a defenderte.

—Es que no peleé con nadie. Yo solo le di de puñetazos a la pared. — y un torrente de lágrimas apareció.

A trompicones, llorando como cuando se carga una culpa, le expliqué lo que había pasado aquel día en la cancha de basquetbol, y cómo tiempo después Moy había muerto por lo que yo entendí que era una complicación en los pulmones.

Mi padre entendió a lo que me refería, me miró con esa expresión que parece exclusiva de las madres, me abrazó y me dijo algo más o menos así: No, hijo, estás muy equivocado, el cáncer de pulmón no se origina por un golpe en las costillas, la tragedia de Moy no tiene nada que ver contigo, no sé por qué, ni desde cuando vienes culpándote por eso, pero ya es tiempo de que lo sueltes.

No recuerdo haber jugado basquet o fútbol con mi papá, ni me enseñó a andar en bici o a calcular derivadas. Viví en aquella cultura, él cumplió con su papel al tiempo que mis amigos y primos, mis hermanos y vecinos, cubrieron esas necesidades. Tampoco lo recuerdo ahí durante adolescencia y juventud al surgir ciertas heridas, pero siempre supo estar, cuando vio las cicatrices.




Si no se publica, ¿no vale?

 

La consecuencia de mis actos de aquella noche encendió en mi interior la ilusión de escribir. Ya lo había leído en alguna publicación del cronista de la ciudad: existe un no-se-qué en el ego que algo se dispara ahí cuando uno ve impreso nombre, obras o pensamientos propios.

Tiempo antes de la democratización de los teléfonos celulares, llegaba de Monterrey cuando a las afueras de Saltillo observé las intermitentes de un auto en la orilla de la carretera. Estaba muy oscuro, aminoré la velocidad, puse las luces altas y ahí estaba un hombre mirando la llanta baja de su auto como Giancarlo Giannini cuando incendió su viñedo peleando con Keanu Reeves. En ese momento, el hombre me pareció llegando a la tercera edad. Hoy pienso que el tipo era un jovenazo: debió ser apenas unos años mayor de lo que yo soy ahora.

Me estacioné, me bajé y lo reconocí de inmediato: era Catón, ya desde ese entonces, editorialista multi publicado en todo México y más allá. Entre el intercambio de impresiones y saludos de él para mis padres y de mi para sus hijos, cambié la llanta de su Chevrolet color gris en unos quince minutos sin que mediara ni un momentito de incómodo silencio. Eso fue todo.

Pero resulta que un antecesor de Saltillo 360 en Vanguardia, fue un suplemento llamado Semanario, y ahí escribía Catón una columna dominical. Ese domingo se deshizo en elogios hacia mí. Todo el editorial trató del muchacho que, en palabras suyas, heroicamente lo había rescatado de una desesperada situación. Me fascinó su manera de plasmar un simple y cotidiano acto de empatía en una cuestión de heroísmo, y ahí decidí que mi oficio alterno sería escribir de las cosas grandes de la vida, desde las pequeñas vivencias del día a día. Durante toda la semana, cada persona con la que me encontré dijo haber leído sobre mi hazaña. Pero, ese no es el punto de esta columna.

Pocos días después, igual a todos los viernes de aquella bonita época, mis padres convocaron a sus hijos y parejas para comer en la casa paterna. Ya durante el postre, luego de un buen rato de platicar y darle muchas vueltas a la historia publicada por Catón, alguien comentó de algo hecho por mi hermano recientemente: se había zambullido en una alberca para rescatar a un bebé que, gateando, había caído en el agua bajo la supervisión de nadie. Quienes conocieron a Pepe ya lo imaginan: restándole importancia al hecho, mientras en broma se quejaba por haber arruinado sus botas y lo que traía en la cartera.

El acto de mi hermano no fue conocido por nadie, salvo por nosotros y dos o tres personas que lo vieron salir empapado de la alberca con una amoratada creatura entre brazos.

Hoy que la vida ha dado tantas vueltas y mucha gente se ha ido, lo primero que hago los domingos es abrir el suplemento de Saltillo 360 en Vanguardia, y sí, busco mi columna para echarle unas cuantas libras al ego de mi persona cuando veo nombre propio y artículo impresos. Pero luego busco más, y observo las fotografías de los jóvenes graduados, otros casándose o acompañando a los novios, unos bautizando a sus retoños con sus compadres a un lado, algunos emprendiendo o creando contenidos junto a sus socios; todos disfrutando de la vida. Y al ver esas fotos me pregunto, si alguno de esos jóvenes de hoy, es aquel bebé de ayer que mi hermano rescató de una segura muerte, sin que nadie publicase nada, sin que nadie se enterara, mientras yo me convertí en un héroe, con solo cambiar la llanta, de un agradecido escritor.