Si no se publica, ¿no vale?

 

La consecuencia de mis actos de aquella noche encendió en mi interior la ilusión de escribir. Ya lo había leído en alguna publicación del cronista de la ciudad: existe un no-se-qué en el ego que algo se dispara ahí cuando uno ve impreso nombre, obras o pensamientos propios.

Tiempo antes de la democratización de los teléfonos celulares, llegaba de Monterrey cuando a las afueras de Saltillo observé las intermitentes de un auto en la orilla de la carretera. Estaba muy oscuro, aminoré la velocidad, puse las luces altas y ahí estaba un hombre mirando la llanta baja de su auto como Giancarlo Giannini cuando incendió su viñedo peleando con Keanu Reeves. En ese momento, el hombre me pareció llegando a la tercera edad. Hoy pienso que el tipo era un jovenazo: debió ser apenas unos años mayor de lo que yo soy ahora.

Me estacioné, me bajé y lo reconocí de inmediato: era Catón, ya desde ese entonces, editorialista multi publicado en todo México y más allá. Entre el intercambio de impresiones y saludos de él para mis padres y de mi para sus hijos, cambié la llanta de su Chevrolet color gris en unos quince minutos sin que mediara ni un momentito de incómodo silencio. Eso fue todo.

Pero resulta que un antecesor de Saltillo 360 en Vanguardia, fue un suplemento llamado Semanario, y ahí escribía Catón una columna dominical. Ese domingo se deshizo en elogios hacia mí. Todo el editorial trató del muchacho que, en palabras suyas, heroicamente lo había rescatado de una desesperada situación. Me fascinó su manera de plasmar un simple y cotidiano acto de empatía en una cuestión de heroísmo, y ahí decidí que mi oficio alterno sería escribir de las cosas grandes de la vida, desde las pequeñas vivencias del día a día. Durante toda la semana, cada persona con la que me encontré dijo haber leído sobre mi hazaña. Pero, ese no es el punto de esta columna.

Pocos días después, igual a todos los viernes de aquella bonita época, mis padres convocaron a sus hijos y parejas para comer en la casa paterna. Ya durante el postre, luego de un buen rato de platicar y darle muchas vueltas a la historia publicada por Catón, alguien comentó de algo hecho por mi hermano recientemente: se había zambullido en una alberca para rescatar a un bebé que, gateando, había caído en el agua bajo la supervisión de nadie. Quienes conocieron a Pepe ya lo imaginan: restándole importancia al hecho, mientras en broma se quejaba por haber arruinado sus botas y lo que traía en la cartera.

El acto de mi hermano no fue conocido por nadie, salvo por nosotros y dos o tres personas que lo vieron salir empapado de la alberca con una amoratada creatura entre brazos.

Hoy que la vida ha dado tantas vueltas y mucha gente se ha ido, lo primero que hago los domingos es abrir el suplemento de Saltillo 360 en Vanguardia, y sí, busco mi columna para echarle unas cuantas libras al ego de mi persona cuando veo nombre propio y artículo impresos. Pero luego busco más, y observo las fotografías de los jóvenes graduados, otros casándose o acompañando a los novios, unos bautizando a sus retoños con sus compadres a un lado, algunos emprendiendo o creando contenidos junto a sus socios; todos disfrutando de la vida. Y al ver esas fotos me pregunto, si alguno de esos jóvenes de hoy, es aquel bebé de ayer que mi hermano rescató de una segura muerte, sin que nadie publicase nada, sin que nadie se enterara, mientras yo me convertí en un héroe, con solo cambiar la llanta, de un agradecido escritor.




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