Desenredando el sedal

 Publicado el 05 de septiembre en Saltillo 360, de Vanguardia.


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El regreso de pescar era con las manos vacías, pero jamás le di importancia. Tuve la fortuna de convivir con mis niños durante su infancia en esos momentos tan apreciados entre padres e hijos varones. Puedes descubrir en esta práctica una imperceptible fisura cuando había una madre y dos niñas en la familia nuclear, o puedes entenderlo como un fortalecimiento de la convivencia masculina entre quienes, por rezagos culturales, se relacionan de formas más disciplinarias que fraternales.    


En paralelo, creyente del psicoanálisis como medida preventiva de entendimiento y de las enseñanzas religiosas como una propuesta de conducta y espiritualidad para los hijos, fue normal el acercamiento con psicólogos laicos y guías espirituales de mi religión. De la introspección a que ambas formas de pensamiento te llevan, terminé por entender que la basura adquirida por un adulto en su manera de ver el mundo nada tenía que hacer ante la claridad de un par de niños en su entender de la vida. Buscando encauzar a mis hijos por una ruta alterna a la saturada de falsos caminos, mis mentores insistieron en el error generacional de moldear mentes o espíritus nuevos, a las aberraciones de un entorno maquillado. Todo está dentro de los pensamientos, diría un psicólogo, todo está dentro de los sentimientos, opinaría el sacerdote. Ambos coincidían en que a todos puedes engañar, menos a ti. La conciencia, diría yo. El corazón y el cerebro, es la materialización poética de lo expuesto por religiones y ciencias; su híbrido, la conciencia, es pura abstracción, sin retórica ni flores.


En las escapadas a pescar había una persona ajena a la familia: un pescador. Ante mis carencias técnicas, intelectuales, prácticas y materiales, siempre encontré un guía con vastos conocimientos y equipo para ayudarnos. Igual desde un muelle al norte de la frontera de Matamoros sentados sobre una hielera, o cuando en una panga nos asomamos al golfo de México, o cuando nos adentramos al lujo dentro de un yatecito en el océano pacífico, siempre estuvo con nosotros un sigiloso testigo cuyas palabras y acciones se limitaban a las cuestiones de pesca.


Andar más de uno pescando en un mismo sitio garantiza una cosa: que se enreden los sedales. Empezaba uno recogiendo su línea con la duda inicial de traer alguna presa enganchada o saber que se había enredado con otro; a los tirones iniciales venía la desilusión al descubrir que el compañero de al lado respondía a los mismos jalones. A veces me enredaba con el menor de mis hijos, otras veces era con el mayor; en ocasiones se enredaban entre ellos dos y seguido, alguien terminaba peleando con el sedal del pescador. Ya imaginas que, en bastantes ocasiones, padre y ambos hijos tirábamos frenéticos al mismo tiempo de la caña, sólo para descubrir que todos estábamos hechos nudos. Paciencia, buena vista y hábiles manos son requisitos básicos para desenredar los sedales; pero suele ocurrir que el nudo sea tan obstinado, que haya que cortar el sedal sacrificando aparejos y demás.


Pasa también que un pescador termina con el sedal enredado entre cosas ajenas a sus acompañantes: ramas, rocas, redes, boyas, anclas y hasta con un motor de lancha tocó enfrentarnos. Al principio, el guía desmarañaba las líneas, más tarde fui yo el encargado de hacerlo, para después dejar que los muchachos lo hicieran.


Digo sin faltar a la verdad que pasamos más horas desenredando nudos que sacando peces del agua. El tiempo observando la tensión de los sedales a la espera de verlos restirados por la mordida de un pez, era un espacio de silencios prolongados. Pero puedo decir también, que cuando alguno pescaba, los demás dejábamos nuestras cañas para disfrutar y celebrarle la hazaña. Y devolvíamos el pez al agua.


Luego, regreso a la realidad. Entre el mundano parlar citadino que mucho grita y nada dice, se extrañaban los silencios de la pesca dónde tanto nos escuchábamos. Nos encerrábamos cada uno en su vida y en su mundo, a sumergirnos de nuevo en la vorágine que tanto exige de apariencia y poco muestra de conciencia. Y luchaba cada quien ante sus retos; apegados al libreto de una incierta civilización: desenredando las cosas y tironeando sin saber si algo bueno viene en el anzuelo, o es sólo que nuestros intereses y roles, nuestras edades y humores, se han liado con los de alguien más.


Así los años pasaron, con las idas a pescar y regresos a estudiar o trabajar, con momentos de reír y episodios de llorar, con subidas y bajadas, bailando y siendo bailados. 


Hasta que un día sentado frente al televisor mirando no sé qué cosa, sin siquiera esperar a los comerciales, instintivamente abrí mis manos para observarlas. Y, robándole al poeta el verso, vi que ambas estaban vacías, pobladas de cicatrices. Entonces caí en cuenta de haber gastado media vida desenredando los nudos. Y entendí a aquellos psicólogos y párrocos: quizá las manos estén vacías, pero la vida está llena.

cesarelizondov@gmail.com




Pasaporte

 Publicado el 01 de agosto de 2021 en Saltillo 360, de Vanguardia. 


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Supongo que así es la vida: justo cuando los hijos alcanzaron edad para realizar por si mismos toda la tramitología exigida por el mundo, fue mi madre quien requirió mi asistencia para renovar su pasaporte.

No es que no se valga por si misma, es que necesitó un buen chófer para llegar hasta la oficina de Torreón. Aproveché el viajecito para sacar también el mío.

He de decirlo: no cupo el cliché de la oficina burocrática donde nadie quiere atenderte y todos lucen mal encarados; no señor, en este país hemos superado esa cultura y cada vez es más común encontrar funcionarios serviciales y bien capacitados. Bravo por eso.

Al final de todo el proceso, mi nuevo pasaporte estuvo listo en la ventanilla dieciséis. Me pidieron checar bien todos los datos y así lo hice. Nombres, fechas y demás cosas estaban correctas en lo técnico y ortográfico, pero reparé en un detalle que detonó en mi zona emocional: una lejana fecha de vencimiento, quince años más adelante, supone que tendré en esa época la misma edad que tenía mi padre cuando viajó al más allá.

—¡No mames¡— me escuché decir-

—¿Qué dijo?— contestó el funcionario de la ventanilla.

—Perdón, era para mí. Todo esta correcto—

Perforó mi antiguo pasaporte y me hizo entrega de ambos. Salí de ahí un poco más avejentado de como llegué.

Casi trescientos kilómetros y cuatro horas más tarde, intentaba trabajar frente a la computadora. Pero mi mente orbitaba en otras dimensiones.

Tomé del escritorio ambos pasaportes. Empecé a hojear el cancelado. No tiene tantos sellos como lo hubiera querido, pero pasé unos minutos observando fechas y aduanas. Me hizo gracia recordar algunos sellos que no implican la entrada a países, sino a sitios turísticos; mi compadre dice que esos sellos de parques nacionales o temáticos son un pendejo souvenir, yo pienso que son un afortunado y nostálgico recuerdo.

Sonreí al recordar el momento exacto de un cambio de año, a las doce de la noche, esperando a mi hijo afuera de un sanitario móvil. Miles de personas a mi alrededor corearon en regresión del diez al uno, para darse de besos y abrazos, mientras yo permanecí solitario en medio de la vorágine de aquella multitud, esperando a que terminara lo que él hacía. Volví a reclamarle a un abusón taxista que jamás entendió lo que significa el tiempo perdido cuando andas de vacaciones. Escuché las grandes plumas del cóndor en su resistencia al viento, e hice gestos ante lo fuerte del pisco, vi cómo mis Raiders se acostumbraron a perder en cualquier país y estadio, y conocí el gran cañón. Sin ser de espalda mojada, mi viejo pasaporte también valió para intentar otro oficio.

Después, miré el nuevo documento. Parece fecha maldita, como un plazo perentorio, como calendario maya que termina así de pronto. ¿Será mi último pasaporte? ¿Volveré a hacer este trámite? En la duración de vida, ¿Sobreviviré a mi padre o moriré antes que él? Que pensamiento tan loco, ni Epicuro ni Platón tuvieron este dilema.

Empecé a hojearlo. La de cosas que uno encuentra: treinta y dos páginas dedicadas, una para cada Estado de la república, de las cuales, veintinueve están en blanco. Ha de existir un porqué, pero no entiendo esa lógica porque para visitar Tlaxcala, Nayarit o lo que sea, no ocupas que te lo sellen. Pero la reflexión no es esa.

El asunto es que, al tener una certeza, la única que hay en la vida, no tiene caso pensar en la fecha de la muerte. Por eso mejor me ocupo de seguirle taloneando, de seguir haciendo planes y culturizarme un poco, para llenar ese libro, de veintinueve hojas blancas. 


cesarelizondov@gmial.com