Aire

Publicado el 12 de febrero de 2016 en Revista 360, de Vanguardia

                                                                                                                                     Para mi Patricita
      -Te va a dar un aire en la cara y así te vas a quedar por siempre.- Me regañaba mi madre cuando con mis hermanos jugaba haciendo los ojos bizcos. Lo entendía como una expresión de amor disfrazada de preocupación; no sabía si eso de que con un aire se te quedaba la cara como la tenías era algo científicamente válido, o si era una leyenda urbana, o una de las tantas cosas que los padres repiten porque los abuelos lo decían.

      Luego me tocó el turno de ser padre y fui descubriendo el total significado de lo que es conocer la gran dicha de tener hijos. Y algún día nuestros hijos crecerán para entender que ser un “ñor” no solo significa presencia de arrugas y ausencia de pelo, menos desveladas pero más ojeras, una barriga muy grande para un apetito pequeño, más responsabilidades con menos frivolidades y menor actividad física pero mayor cansancio en las noches; ellos entenderán que ser adulto también conlleva otro tipo de satisfacciones y vivencias.

       Las desveladas dejan de ser el mágico y desenfrenado momento con los amigos o la pareja para empezar a ser una tiranía hacia la madurez de la paternidad cuando llevas y traes a tu joven hija a sus reuniones, eventos sociales y las fiestas de quince años de sus amigas. Parecería que fue ayer cuando sin teléfonos móviles ni otras formas de comunicación portátiles, a la salida de las fiestas de tu juventud, veías a los amigos de tus padres y a los padres de tus amigas semidormidos tras el volante esperando a que sus hijas salieran del salón de baile.

       Y un buen día llegó el Viernes Santo por la tarde, ya sabes: el día y el momento más airosos del año; y claro, en ese breve instante de vacaciones donde cesan por unos días las numerosas cuestiones académicas, deportivas, culturales y sociales que los tiempos actuales demandan en los jóvenes, se abre un diminuto paréntesis para relacionarnos mejor con nuestros hijos, y es entonces que intenté aprovechar el momento para arrancarle a la vida un poquito más de lo que fue hasta hace unos pocos meses.

      Pero lo primero que vino a mi recuerdo fue cuando hace quince años el doctor salió de la sala de quirófano y me dijo: -Es probable que en unos minutos salga de nuevo y te haga una pregunta que nadie quiere hacer y menos alguien quiere responder: Sólo una va a sobrevivir, ¿A quién salvaremos?-...Fueron los minutos más solitarios, largos y penosos de mi existencia; tuve el tiempo suficiente para hacer cualquier cantidad de pactos, compromisos y promesas con ese ser supremo que frecuentemente olvidamos, pero que en la adversidad siempre buscamos. Finalmente, el médico volvió empapado en sudor diciendo que ya no habría necesidad de responder aquella imposible pregunta, que habían hecho todo lo posible y que, aunque la bebé estaría un tiempo en terapia intensiva, ella y su madre saldrían bien de todo aquello. Agridulce, esa es la palabra que mejor describiría la sensación de jornadas desesperantes donde solo podía hablar, tocar y acariciar a mi hija a través de una burbuja esterilizada con las manos cubiertas por duros, fríos e insensibles guantes plastificados.

     Y de ese pensar me doy cuenta que de alguna forma, hoy mi hija sigue siendo aquella pequeñísima bebé de color azulado que apenas salvó la vida al nacer; y que sigue siendo la niñita de trenzas que con naturalidad consentía y hacía sentir grandioso a su padre; que aún es la chiquilla de sonrisa fácil y expresiva mirada que se gana la simpatía de los demás; que es la adolescente a quien le gusta aprender de su madre la esencia y virtudes de la mujer; y que quizás nunca entienda que en algunas ocasiones, las manifestaciones de amor que recibe de su padre vienen cubiertas por duras e insensibles normas que tienen una razón de ser como las de aquel hospital de su nacimiento. Que en su alma y su espíritu aún anida la pureza porque sus grandes e inocentes ojos no han aprendido a ocultar la felicidad de la alegría ni la angustia de la tristeza, el asombro por lo incomprensible, el miedo a lo desconocido, el ansia expectante por un futuro prometedor, la preocupación por todo lo que le rodea, y el amor incondicional.

      Y entonces si, en ese remanso de familiaridad volvimos a jugar un juego de cuando la danza era en su niñez algo propio de su feminidad y no como ahora algo propio de su edad para bailar con muchachos, de cuando ella usaba pantalones largos porque en el patio de la casa jugaba con la tierra, de cuando las plataformas de sus zapatos eran de goma y la pintura de su cara eran las secuelas de haber dibujado con pinceles, de cuando pensaba que su padre era el hombre más formidable del mundo; de cuando era mi tesoro y de nadie más.

    Ese juego de su niñez que retomamos el pasado viernes santo consistía en que yo le pedía que pusiera un tipo de cara, y con su gran expresividad ella lo hacía: -Pon una cara de niña triste-, y sus labios se salían y sus ojos se enarcaban; -Ahora pon una cara feliz-, y aparecía la sonrisa de preciosa dentadura; - ¿Qué tal si te pones furiosa? -, y sus cejas se bajaban y la nariz se arrugaba.

       En eso estábamos durante ese viernes de abril cuando se me ocurrió decirle: -Ahora pon la cara de la mujer más hermosa del mundo-. Y fue entonces que se dibujó en su rostro la inenarrable expresión de la belleza. Y en eso, el viento sopló más fuerte. Y como decía mi madre sin que yo supiera si era verdad o leyenda, el aire le pegó en la cara. Y es con esa bella cara, que se quedó para siempre.


 cesarelizondov@gmail.com     

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