El pésame más difícil

 Publicado el 27 de febrero de 2022 en Saltillo 360, de Vanguardia. 



Estoy en la fila para dar el pésame y me siento terrible.

No es que seamos muy cercanos. Compartimos una responsabilidad en el pasado y entablamos algún tipo de conexión. Él ignora el nombre de mis hijos y yo apenas me he enterado cómo se llamaba su primogénito. Pienso que para considerarse amigo hay que conocer los nombres de hijos, hermanos o padres de la otra persona, y viceversa.

Pero no es necesario ser amigo para encontrar afinidad y sentir las alegrías y desgracias de los demás. La atmósfera del lugar es muy densa, triste y melancólica. Cómo no serlo si se está despidiendo a un joven que un par de días atrás gozaba de salud. Mi pesar tiene dos lados, ambos de una tristeza tremenda: la obviedad del infortunio por la corta vida del difunto… y una plática que tuve con su padre.

La fila donde me encuentro se mueve con más lentitud a las otras. Madre, padre y hermanos reciben las condolencias de todos. Cualquier palabra sobra, una mirada y un sincero abrazo es todo lo que se puede hacer en estos casos. Abuelos, primos y compañeros de escuela son la extensión de un drama que nadie debería sufrir.

Hay cuatro personas delante de mí, somos los últimos en espera. Las otras filas se han deshecho. Nunca fue más atinada la palabra deshecho en una retórica. Quien está ahora con el doliente papá debe ser alguien muy cercano porque le habla mucho, con enorme fortaleza y con cierta autoridad. Escucho apagados sollozos provenientes desde cada punto cardinal del templo, pero allá adelante ya no hay más lágrimas, parece que se han secado. No sé si las lágrimas requieren de un tiempo para generarse o si el metabolismo las recupera continuamente.

La fila se acorta. Vienen a mi mente las cosas que hicimos juntos: trámites y proyectos, decisiones colegiadas, organizamos eventos, algunas charlas amenas y una conversación profunda. Esa conversación me está doliendo bastante. Sobre las escalinatas que van al altar, observo la fotografía de un sonriente muchacho con un porvenir glorioso.

Ya solo queda una mujer antes de mi. En los pocos segundos que mide un abrazo y tres palabras, repaso toda la doctrina recibida durante la niñez, los cuestionamientos de mi juventud y las lecturas de mi edad adulta. La mujer se despide por un lado y quedo solo, frente a él.

 

Nos miramos a los ojos. Y en lugar de llorar el, son mis ojos los que se anegan. No puedo dejar de pensar en aquella plática de filosofía, ciencia y religión: un intercambio de puntos de vista donde la argumentación fue para exponer perspectivas sin el ánimo de controlar, convencer o pontificar, un ir y venir de creencias y raciocinios, un peloteo entre la fe y los datos duros. Es por ello que me entristece hasta los huesos saber que este hombre, padre y esposo, no cree que exista algo luego de esta vida, y que cuando aquí se acaba, ya no hay nada más después. Espero que esté equivocado; y es que, por ambos, me duele tanto pensar como él.

Lo abrazo como nunca había abrazado a alguien en un funeral. Me despido con una frase hueca, y regreso cabizbajo, con el corazón molido y la conciencia frustrada. 




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