Zapatos Rotos


Publicado el 26 de junio de 2016 en 360 domingo, de Vanguardia




         Era justo la hora de comer. Caía una tormenta que por la mañana ningún meteorólogo aficionado había previsto y, debajo de un pequeño toldo abarrotado de amigos, inútilmente trataba de guarecerme de una airosa lluvia que en momentos parecía provenir de los cuatro puntos cardinales. Como que no hemos entendido que cuando un pronóstico dice que hay un diez por ciento de posibilidad de lluvia, quiere decir que ese día probablemente habrá lluvia, no qué si esta llega a caer, será en esa pequeña proporción comparada con el bíblico diluvio que de no ser por Noe… ahhh no, ya ando desvariando otra vez, y me van a linchar de nuevo los come-curas que dicen descifrar las metafóricas enseñanzas de Dante, Ulises o del Quijote, pero que no entienden el mismo recurso literario en las llamadas escrituras sagradas.


      En fin, atendía en ese evento una de esas responsabilidades que a mi padre tanto le gustaban y que tanta gente evita a toda costa: una posición honoraria desprovista de emolumentos materiales o económicos, llena de lo que coloquialmente llamamos broncas gratis, sacarse el tigre en la rifa, ponerse de pechito para ser piñata de quienes tienen algo porque quejarse o ser blanco de quienes tiran la piedra y esconden la mano sin saber que la piedra va pletórica de sus huellas dactilares; pero también, justo es decirlo, son oportunidades que te acercan a conocer mejor a la gente, caminos por dónde se cruzan personas llenas de entrega y pasión, compromisos que tarde o temprano pagan lo que Master Card no alcanza a comprar.


     Y como lo venía haciendo en ocasiones especiales desde exactamente una década atrás cuando tomé del armario de mi padre unos buenos zapatos que no se llevó a la tumba, ese día los usaba como una forma de honrar su memoria en mi interior, haciendo cosas que a él le gustaban y que en mi ambiciosa juventud había evitado por la inutilidad material en eso, pero que ahora estaba haciendo desde una madura y personal elección. Y cesó la lluvia.


     Por alguna extraña razón ajena a mi despreocupada naturaleza (valemadrismo, pues), ese sábado fui previsor y tenía un cambio de ropa disponible, así que me fui a cambiar de atuendo. De cualquier forma, no pude ser tan sensato y, además de calcetines, olvidé otro par de zapatos para la ocasión. Así que con los mismos zapatos empapados y sin calcetines, me uní nuevamente a dónde todos convivían un rato tras la tormenta que rápidamente pasaba de ser un serio y conocido problema a superar, para convertirse en una alegre y singular anécdota para narrar.


      Pero, siempre ha de haber un pero para que pueda nacer una historia. Los agoreros del mal agüero fueron recompensados por Tláloc, Zeus, San Isidro Labrador o San Pedro. Volvieron las oscuras nubes a tapar la luz del sol y, contra toda probabilidad, la lluvia volvió a azotar a aquel familiar evento. Otra vez el agua dejo toda mi ropa empapada mientras el escurrimiento de todo mi cuerpo resbalaba hasta encontrar una salida entre aquellos viejos zapatos.


      Finalmente y como siempre pasa en este mundo, la tormenta terminó. El resto de la tarde todo avanzó conforme a lo previsto y para la noche ya estaba en mi hogar. Con pena, mientras me desvestía para ir a la cama noté que los zapatos de mi padre se habían desprendido de la suela, estaban totalmente destruidos. Un par de días los tuve en mi habitación como mudos testigos de las tormentas que siempre dejan secuelas donde no se les requiere, pero que también son el equilibrio que permite a los campos florecer.


      Los zapatos de mi padre fueron a parar al basurero cuando me convencí de que no tenían compostura. Los deposité en el bote de la basura sabiendo que ni siquiera el más miserable de los más necesitados encontraría en aquel amasijo de piel y baqueta algo rescatable para usar. Agradecí que, durante exactamente diez largos años desde que recogí de casa mi madre algunas pertenencias de mí progenitor, ese par de zapatos habrían tenido en mi alguna utilidad que sobrevivió a la muerte de Papá.


       Pasaron algunos días y había dejado reservada solo para mí conciencia la historia de los viejos zapatos de mi padre que, a pesar de su buena calidad de componentes y hechura, habían muerto a causa del torrencial aguacero. Era algo más bien personal que carecía de elementos suficientes que pudieran aportar interés a alguien más.


      Pero sucedió que el domingo pasado, desperté con la felicidad de tener a toda mi familia reunida en casa por primera vez en una decena de meses luego de un prolongado ciclo escolar. Salí de mi cuarto escuchando las voces de mis dos muchachos, de mis dos princesas y de mi bella esposa; y, siendo que era el día del padre, sabía que un regalo me esperaba. Ya lo has adivinado: recibí de mis hijos un par de zapatos que sin que ellos lo supieran, venían a ocupar un importante hueco en mi vestidor. Zapatos para seguir caminando por este, a veces complicado, a veces injusto, a veces inentendible mundo; pero siempre también, disfrutando de la maravillosa sensación de esa vida que, en muchas ocasiones, se percibe mejor bajo la lluvia. 

cesarelizondov@gmail.com

    

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